lunes, 23 de enero de 2017



Chicos, os he marcado en rojo los títulos de los relatos que tenéis que leer. 

SELECCIÓN DE RELATOS INQUIETANTES DE LOS SIGLOS XIX Y XX

FPBÁSICA ELE y FM

La leyenda de Sleepy Hollow, 1820, de Washington Irving (Estados Unidos)

En lo más profundo de una de las  inmensas ensenadas de playas que el Hudson acaricia en sus orillas orientales, se produce un enorme ensanchamiento al que los viejos marinos holandeses llamaron en tiempos Tappan Zee; para navegarlo, recogían las velas prudentemente mientras invocaban a San Nicolás. Justo allí se alza una pequeña aldea con su puerto recoleto, a la que algunos dan el nombre de Greensburg, pero a la que la mayoría de la gente llama Tarry Town. Recibió este nombre, por lo que sabemos, en tiempos antiguos; se lo dieron las buenas mujeres de un villorrio vecino, pues era en las tabernas de Tarry Town donde sus maridos se demoraban muy largamente en los días de mercado. Eso es lo que dicen; yo no puedo dar fe de ello, pero aquí lo hago constar en aras de la autenticidad de los hechos que se narran.

No muy lejos de esta villa, acaso a un par de millas, se abre un valle pequeño, al que acaso haya que llamar simplemente una lengua de tierra entre las altas colinas, que desde luego no tiene igual en todo el mundo por la tranquilidad que allí se respira. Un arroyuelo cruza el valle con su rumor delicioso que le obliga a uno a descansar. Allí, ningún ruido turba tu paz, salvo, acaso, el canto súbito de una codorniz o el repiqueteo de un pájaro carpintero en cualquier árbol, nada más; el resto, tranquilidad plena.

Recuerdo que, siendo yo niño, hice mi primera cacería de ardillas en un bosque preñado de nogales no muy altos que derramaban su sombra a uno de los lados de aquel pequeño valle. Vagabundeaba por allí al mediodía, en esas horas en las que la naturaleza se muestra particularmente inmóvil, y me sobresaltó el estruendo que hizo mi propia escopeta al disparar, pues en la profanación de aquel silencio sabático el disparo se eternizó en el aire hasta que al fin el eco me lo devolvió con furia. Si alguna vez deseara retirarme del mundo y todas sus tentaciones buscando el solaz de los lugares más encantadoramente apacibles y gratos, no dudaría en dirigirme a este pequeño valle, pues ningún otro lugar conozco que tanta paz ofrezca.

Este lugar, desde tiempos remotos, desde que se asentaron aquí los primeros colonos holandeses, se conoce como Sleepy Hollow, sin duda por las características tan peculiares de los descendientes de los colonos holandeses, gente apacible, serena, acaso indolente.

También desde antiguo se llama a los mozos del lugar, en los pueblos vecinos, los muchachos del valle soñoliento. Realmente, es como si esta tierra estuviera envuelta en una atmósfera de ensoñación y calma densa. Algunos cuentan que fue hechizada por cierto doctor alemán en los primeros tiempos de los asentamientos de colonos; para otros, fue un antiguo jefe indio, mago o profeta de la tribu, el que encantó la región antes de que la descubriese Hendrick Hudson. Y ciertamente parece este lugar, aún hoy, envuelto en un poderoso hechizo que llena de extrañas fantasmagorías las cabezas de esas buenas gentes que lo habitan, haciéndoles caminar de continuo en una especie de duermevela. Creen, por supuesto, en los más raros poderes; suelen caer a menudo en trance y tienen visiones; escuchan en el aire voces y músicas indescifrables... No hay vecino que no tenga noticia de algún hecho extraordinario o que no se sepa alguna historia maravillosa, o que no pueda señalar qué paraje alberga entre sus profusas sombras algún espectro acechante; las estrellas fugaces y los meteoritos de fuego a menudo cruzan el valle, acaso por todo ello, con más frecuencia que en cualquier otra parte de la región; podría decirse, pues, que aquí el demonio de la pesadilla y sus figuras diabólicas tienen el mejor escenario posible para ejecutar sus danzas y morisquetas. El espíritu dominante, sin embargo, el que más influjo tiene sobre la imaginación de las gentes, el que parece someter a todos los espíritus que habitan los aires, es un fantasma, auténtico rey de esta región encantada; un fantasma decapitado que se aparece a lomos de un caballo... Para algunos, no es otro que el espectro de un soldado que sirvió en la caballería de Hesse; un soldado al que una bala de cañón arrancó de cuajo la cabeza en una batalla de la Guerra Revolucionaria y que aún galopa, como llevado por el viento, en las noches más oscuras. Sus dominios, empero, no son únicamente los del valle, y muchos aseguran haberlo visto por caminos más alejados y especialmente en las cercanías de una iglesia apartada del pueblo. Los historiadores de la región más dignos de aprecio aseguran que, tras haber estudiado en detalle todas las versiones que se dan sobre el jinete decapitado, y tras haberlas contrastado, han llegado a la conclusión de que el cuerpo de aquel soldado recibió sepultura en el camposanto de aquella iglesia junto a la que se aparece, sí, pero que su fantasma vaga por las noches y pena en busca de su cabeza en lo que fue campo de batalla; después, antes de que amanezca, ha de regresar a su tumba... Por eso atraviesa a galope tendido el valle poco antes de que comience a clarear el día.
Así es como se interpreta, de común, esta superstición legendaria, que tanto alienta las historias que se dicen unos a otros los habitantes de esta región en sombras; así es como se dio al espectro el nombre de El Jinete sin cabeza de Sleepy Hollow. Reseñemos, sin embargo, un hecho claro, cual lo es que la propensión a tener visiones espectrales no es sólo cosa de estas buenas gentes que habitan el valle; aseguro que quien resida aquí por un tiempo también las tendrá. No importa cuán despierto hayas sido, una vez te adentras en las sombras de esta región ya no puedes permanecer ajeno a su influjo; la ensoñación mágica de su atmósfera se apodera de ti al instante; no tardarás mucho en tener visiones, en soñar con los ojos abiertos. Tengo mucho cariño a este pacífico lugar, sin embargo, pues fue aquí, al igual que en otros valles próximos, donde los holandeses que buscaron refugio en el gran Estado de Nueva York dejaron costumbres, usos y tradiciones que aún se conservan, en contra de lo ocurrido en otros lugares, donde han sido arrastradas por la marea inmigratoria y por el progreso que transforma día a día nuestra emprendedora nación, de manera imparable. Por eso digo que un lugar como Sleepy Hollow es un remanso de paz en el que las corrientes migratorias no se llevan ni la hierba ni el cauce de los arroyos con sus aguas saltarinas y burbujeantes; tienen aquí una suerte de puerto en el que remansarse mientras más allá se producen los torrentes que arrasan. Ya han pasado muchos años desde que logré despojarme, además, del velo de sombras de Sleepy Hollow, pero aún me pregunto si no seguirán en el valle los mismos árboles y en el pueblo las mismas familias vegetando en este confín que les da protección. En este apartado rincón de la naturaleza vivía en una época ya remota de la historia americana, esto es, hace unos treinta años, una bellísima persona llamada Ichabod Crane, que se «aletargaba», cual gustaba decir, en Sleepy Hollow, para instruir convenientemente a los niños del pueblo. Era natural de Connecticut, un Estado que abastece a la Unión de aventureros de obra y de pensamiento y del que cada año parten miles de hombres para trabajar como leñadores en las fronteras con los otros estados o como maestros de escuela en los mismos. El apellido Crane le iba de maravilla. Era alto, extremadamente flaco, de largos brazos, de piernas no menos desmesuradas, con los hombros muy estrechos, con las manos que parecían írsele casi una milla de las mangas, con los pies que podían haberse utilizado como si fueran palas, con toda su estampa, en fin, como desmadejada, como si su cuerpo se mantuviese unido, extrañamente, en todas sus partes. De su cabeza pequeña y aplanada salían dos orejas gigantescas y parecían habérsele incrustado bajo la frente chata aquellos dos ojos verdes, como de vidrio; su nariz, de tan larga, parecía buscar de continuo algo en el suelo; digamos que su cabeza, de perfil, parecía una veleta con silueta de gallo, que hubiera sido puesta en la fina varilla de hierro de su cuello para indicar la dirección de los vientos. Quien lo viera en un día de viento, a zancadas por la ladera deuna colina, con sus ropas que parecían bailarle en el cuerpo, bien podría pensaren una llegada a la tierra del espíritu del hambre... O que un espantapájaros se largaba de su campo de trigo... Su escuela estaba en una casa de una planta y de una sola estancia, una casa hecha de troncos, tosca y rural; en los cristales de la única ventana, varios de ellos parcialmente rotos, parches de hojas arrancadas de cuadernos escolares. No sin bastante ingenio protegía la casa, sin embargo, con un picaporte hecho de mimbre durante sus ratos de ocio, en la puerta, y unas estacas que apuntalaban la contraventana, de forma tal que el curioso arquitecto tenía por seguro que, de entrar algún ladrón, y aunque tuviera fácil el acceso, salir de allí le resultaría de veras difícil. Era como si se hubiese inspirado en una trampa para pescar anguilas creada por un Yost Von Houten cualquiera. La escuela, en fin, se alzaba en un paraje solitario, a las afueras del pueblo, en un pequeño bosque que crecíaa los pies de una colina; un enorme abedul le daba sombra y un sinuoso riachuelo pasaba muy cerca. El murmullo de las voces de sus discípulos, como el rumor de una colmena, lo arrullaba en los pesados días del verano, aunque en ocasiones, al hacerse escandaloso, le voz en tono de amenaza y reprobación, e incluso a aguijonear con un palmetazo la mano de uno de aquellos holgazanes jaraneros que tan escandalosamente se desviaban de la senda del conocimiento... A decir verdad, era un maestro concienzudo; siempre tenía en mente esa máxima de oro que dice así: «La letra con sangre entra» Desde luego, no mimaba mucho a sus alumnos el viejo Ichabod Crane... No quisiera que se le tuviese, sin embargo, por uno de esos maestros crueles y prepotentes que disfrutan haciendo sufrir y denigrando a sus discípulos; por el contrario, administraba justicia con claro discernimiento entre el bien y el mal, más que con severidad; exoneraba de peso las espaldas del más débil para hacerlo recaer en el más fuerte; castigaba con indulgencia al que se estremecía con los golpes de su vara, pero brillaba clamorosamente la llama de ¡ajusticia cuando sacudía sin contemplaciones a un muchacho holandés cabezota y terco, a un pilluelo que, aun soportando el castigo, se le volviera contumaz y altivo, gruñón y despectivo ante cada golpe de su vara. Era lo que él decía «cumplimiento de mi deber» encargado por los padres de sus alumnos; cabe señalar, además, que nunca infligió castigo alguno a cualquiera de los muchachos sin antes asegurarle, para dar el necesario consuelo al insolente, que lo hacía por su bien, añadiendo: «Me estarás por ello agradecido de por vida». Cuando acababan las clases, empero, era siempre el mejor compañero de juegos de los niños; las tardes de los días festivos acompañaba a los más pequeños hasta sus casas, muy especialmente a los que tenían alguna hermana mayor hermosa, o por madre a una buena am por su excelente despensa. Por eso, sobre todo, hacía cuanto estaba en su mano para ser querido y apreciado por sus pupilos. Lo que cobraba en la escuela era poco, apenas le llegaba para comprarse el pan de cada día, y ha de hacerse notar que era hombre muy comilón y con unas tragaderas capaces de dilatarse como una anaconda, por lo que, a fin de vivir cual es debido, y siguiendo la costumbre de entonces para con los maestros, se alojaba y comía en las granjas de los padres de sus alumnos. Vivía una semana en cada granja; iba de granja en granja, pues, con sus escasas pertenencias mundanas metidas en un pañuelo de algodón. Aquello, empero, no debía de resultarles en exceso gravoso a sus rústicos patrones, quienes de común consideran una carga excesiva al maestro y todo un derroche mantener una escuela, por lo que procuraba hacerse grato y útil a quienes le daban comida y techo. Así, y como no era cosa de exagerar, ayudaba a los labriegos en sus tareas más sencillas, apilaba el heno, reparaba una valla, iba a la pradera a buscar el ganado que pastaba, cortaba leña cuando comenzaba a dejarse sentir el frío del invierno... No se mostraba entonces, en fin, con la dignidad arrogante de que hacía gala en la escuela, su pequeño imperio, y se comportaba no ya educado y cortés, sino decididamente obsequioso; era la admiración de las madres por el cariño con que trataba entonces a sus hijos, sobre todo a los más chicos, y como el león que acaricia con sus garras al cordero que se va a comer, ponía en sus rodillas a cualquiera de los pequeños mientras con el pie de la otra pierna mecía la cuna de otro aún más chico durante horas.

Además de vocación semejante, hacía demostración de otras no menos reseñables; era el maestro de canto del pueblo y buenas y muy relucientes monedas le caían por enseñar a entonar debidamente los salmos a los jóvenes vecinos. No hay ni que decir cuánto se pavoneaba y gozaba los domingos en la iglesia, con su coro compuesto por cantores bien seleccionados, allí, en lugar preeminente, robando protagonismo, lo sabía bien el maestro, al viejo pastor oficiante. Es verdad que su voz, al cantar, se dejaba sentir por encima del susurro de las oraciones; todavía hoy se oyen en la iglesia los domingos por la mañana, durante la celebración de los oficios, unos trinos que, dicen los lugareños, son los legítimos descendientes de la nariz de Ichabod Crane, trinos que pueden escucharse hasta más allá de una milla, a través del aire, por donde está la alberca... Así, pillando por aquí, trampeando por allá, como se dice vulgarmente de un modo u otro hacía más llevadera su vida el modesto pedagogo, incluso medianamente regalada, aunque eran no pocos, esos que en nada aprecian el trabajo intelectual, los que creían que llevaba una vida muy fácil, maravillosamente apacible, a cambio de nada, de ningún esfuerzo. Un maestro de escuela es por lo general un hombre, sin embargo, tenido por importante en el círculo femenino de las comunidades rurales. Se le tiene por una especie de ídolo, por un caballero tan ocioso como culto, superior, por ello, a los hombres gárrulos que componen el elemento masculino de los pueblos; acaso únicamente se le considere inferior en saberes con respecto al pastor de la iglesia... Su presencia, así las cosas, causa siempre cierta expectativa cuando está a la mesa en cualquier casa, dispuesto a dar buena cuenta de lo que va a servirse; es su presencia, nada más, lo que hace que las buenas amas de casa se afanen especialmente en preparar platillos exquisitos y dulces suculentos en abundancia; algunas hasta aprovechan la ocasión para sacar a relucir sus juegos de té de plata... Nuestro hombre de letras, en suma, estaba particularmente feliz entre las damas sonrientes del pueblo gozaba de su compañía, cómo se lucía ante ellas en el jardín de la iglesia y en el camposanto próximo los domingos, una vez concluido el oficio, descifrándoles las crípticas inscripciones de las tumbas, ofreciéndoles racimos de uvas silvestres de los árboles del jardín, paseando con toda aquella grey femenina por las márgenes de la presa del molino... Ni que decir tiene que los gárrulos hombres del lugar, tan menoscabados como envidiosos, ni se atrevían a intervenir; se limitaban a mirarle desde lejos, envidiosos de su sabiduría y superior elegancia. De aquella su vida en cierto modo errabunda, le venía además otra condición, la de ser una especie de gacetilla rodante, pues llevaba de casa en casa noticias, rumores y chismorreos en general de toda la comarca; eso, por supuesto, hacía que su presencia fuera acogida con especial interés, sobre todo por parte de las mujeres de las casas, quienes además gozaban especialmente de su erudición por cuanto tenía hechas una cuantas y al parecer buenas lecturas, tales como la de la obra de Cotton Mather, Historia de la brujería en Nueva Inglaterra, un asunto, el de la brujería, en el que, dicho sea de paso, creía firme y fervorosamente el maestro. Era, en efecto, un hombre a la vez sagaz y crédulo, incluso simplón en estos aspectos... Su apetencia de saberes acerca de lo maravilloso, su afán de conocer cosas acerca de lo sobrenatural, eran tan extraordinarios como su capacidad de digerir cuanto de todo ello tenía noticia, algo que se hizo más fuerte en él tras un cierto tiempo de estancia en Sleepy Hollow. Ni la narración terrorífica más infame o monstruosa le revolvía las tripas o leparecía increíble. Cuando cerraba su escuela a la caída de la tarde, solía ir a tumbarse plácidamente sobre los tréboles arracimados que le ofrecían un dulce lecho a la orilla del arroyo y allí se daba a la lectura de las truculentas historietas narradas por el viejo Mather, hasta que la oscuridad hacía que las líneas de las páginas aparecieran borrosas ante sus ojos.

Era entonces cuando, de camino a la granja en la que se hospedara por aquellos días, evitando tierras de légamo y atravesando bosques tan frondosos como oscuros, su imaginación, con cada crujido de una rama, con cada rumor de hojas o de plantas silvestres, se impresionaba sin duda por lo que había leído antes, llenándose el maestro de un pavoroso escalofrío tan fuerte como constante. El graznido de un ave nocturna, el croar de una rana, el canto hiriente de una lechuza, un aleteo de pájaros asustados ante sus pisadas, lo estremecían; se asustaba incluso de las luciérnagas, que tanto brillan en la oscuridad y que tan a menudo le salían al paso; y si una cucaracha voladora se estrellaba contra su cabeza, creía estar poseído al momento por un maleficio fatal. Así, no era capaz de hallar paz más que entonando alguno de los salmos, lo que además le ayudaba a evitar tan turbadores pensamientos, pero con ello no hacía sino llevar el pánico a las pobres gentes de Sleepy Hollow, que en mitad de aquella hora crepuscular,sentadas a las puertas de sus casas, al escuchar aquella su voz gritona y nasal «en lazos de dulzura perdurable», se horrorizaban ante eso que les llegaba desde más allá del camino polvoriento que tenían ante sí. Otra de las fuentes de su gozo, gozo acaso un tanto doloroso, era el que le procuraba la compañía de aquellas mujeres holandesas en las noches de invierno, ante el hogar de cualquier casa, las cuales relataban historias de demonios y aparecidos mientras cosían y se asaban las manzanas al fuego, o historias de bosques y de ríos encantados, o de caminos y hasta de casas hechizados... Mas, por sobre todas, la historia que lo dejaba sobrecogido era la del jinete decapitado, la de aquel soldado sin cabeza que galopaba de noche por el valle... En justa correspondencia, él les refería casos de brujería, augurios terribles, apariciones portentosas, extraños sonidos que llevaba el aire, con sus respectivas significaciones; cosas que, según la tradición, habían acontecido en tiempos en Connecticut; y disfrutaba entonces asustando a las crédulas mujeres con sus especulaciones acerca de cometas y estrellas fugaces que trazaban círculos en el cielo, lo que según su decir suponía la llegada de cambios terribles para el mundo, por no hablar de las cabriolas que según él hacía nuestra propia tierra en sus rotaciones, obligándolas a estar más de media vida cabeza abajo...

Aquel placer, sin embargo, se trocaba en terror cuando quienes participaban en esas reuniones junto al fuego del hogar salían de la acogedora estancia. Figuras esquivas, de presencia inexplicable; sombras por los senderos, amenazantes como una presencia real; nieve que brillaba como una sepultura marmórea, entre más sombras; haces de luz a lo lejos, vibrantes, en una ventana; un arbusto nevado que, cual una fantasmagoría, aparece de pronto en el camino; pisadas lentas, temibles, sobre la tierra... ¡Cuántas veces estuvo a punto de morir de angustia el maestro cuando creyó oír en el soplo del viento entre los árboles el paso de un jinete sin cabeza que cabalgaba por el bosque!

No eran, sin embargo, más que los lógicos terrores nocturnos, los propios de cuando uno regresa de noche a su casa a través de las sombras; no eran, pues, otra cosa que los fantasmas de la mente; aunque estaba seguro de avistar espectros, incluso al mismísimo Satán en cualquiera de sus formas, siempre la luz del día ponía fin a sus demoníacos terrores... Digamos que el pobre maestro hubiera podido disfrutar por mucho tiempo de una existencia plácida y feliz, sólo alterada por estas minucias, obra del maligno, de no haberse cruzado en su camino la criatura que más turbaciones causa en la existencia del hombre, mayores aún que cualesquiera espectros, demonios y brujos juntos: una mujer. Entre los alumnos de canto que se reunían en torno al maestro una vez a la semana para entonar salmos estaba Katrina Van Tassel, la hija única de un granjero holandés muy rico. Bellísima, estaba en la flor de sus espléndidos dieciocho años, lustrosa como una perdiz, suave y delicada, de rosadas mejillas; apetecible, en fin, como los melocotones que cosechaba su padre, y famosa y deseada, no sólo por su hermosura, sino precisamente por ser la heredera única de la riqueza que había hecho su padre, lo que aumentaba las expectativas con respecto a tan notable damisela. Era un tanto coqueta; vestía combinando sabiamente lo tradicional y lo moderno, siempre en aras del realzamiento de su belleza; lucía, por ejemplo, las viejas joyas que su abuela trajera de Saardam , sobre su tentador escote, cuando se ponía aquel corto vestido que descubría las pantorrillas más apetecibles de la región y unos pies lindísimos. Ichabod Crane era hombre de corazón enternecido y bien dispuesto hacia las mujeres; no debe maravillarnos, en consecuencia, que sucumbiera pronto ante los exquisitos encantos de la muchacha, y más sise tiene en cuenta que poco ha fuera invitado en la muy próspera casa del granjero holandés, padre de Katrina. El viejo Baltus Van Tassel era la mejor representación de un granjero próspero y feliz, además de muy liberal en su generosidad. Le importaba poco cuanto acontecía más allá de las lindes de sus propiedades, pero en éstas todo era detalle, lujo, bonanza... Tampoco hacía ostentación de su riqueza, pues prefería disfrutar de cuanto tenía en vez de presumir de lo logrado. Su granja estaba en las orillas del Hudson, en un rincón natural hermoso, muy verde y fértil, a salvo de los malos vientos; en el sitio, pues, donde más les gustó echar raíces a los colonos llegados de Holanda. Un gran olmo daba amparo a la casa, y junto al árbol imponente una fuente de aguas límpidas y frescas vertía en un barril, el cual, a su vez, las derramaba entre la hierba hasta unirlas a un arroyo próximo que parecía musitar su arrullo permanente a los alisos y sauces enanos que tenía por vecinos. El granero próximo a la mansión del holandés era tan enorme que podía haber sido habilitado como iglesia; enorme y próspero; tan atiborrado estaba de los tesoros que la tierra daba generosamente a su propietario, que parecía ir a reventar en cualquier momento por sus ventanas y la puerta... Por doquier se dejaba sentir el canto de las golondrinas y de los vencejos que volaban casi a ras de los aleros del tejado en donde dormitaban bajo el sol bandadas de palomas, alguna con un ojo escrutando siempre los cielos como para cerciorarse de la bondad del tiempo, mientras las demás metían la cabeza bajo un ala, en reposo profundo, y otras ahuecaban sus plumas esperando el cortejo de los palomos. Abajo, enormes, gordos, rozagantes, los cerdos hocicaban en la abundancia y se refocilaban en la paz de sus zahúrdas mientras los lechones asomaban el hocico entre las tablas que los guardaban como para deleitarse con el aire y los aromas de la cochiquera. Un escuadrón de gansos, en el estanque, parecía maniobrar ofreciendo escolta a varias flotillas de patos mientras todo un regimiento de pavos se lucía ante las gallinas, que parecían protestar ante tamaña exhibición, cloqueando de manera desafinada y malhumorada, como las amas de casa... Ajeno a todo esto, sin embargo, el gallo, como un digno caballero, como un ejemplo de esposo o de guerrero, batía altivo sus alas como de acero y lanzaba su alegre canto, mientras escarbaba con sus patas, para llamar a sus hijos y a sus esposas a compartir con él un suculento manjar que acababa de descubrir. Salivaba de gusto el pedagogo mientras contemplaba todo aquello, la mejor provisión para un duro invierno. Su imaginación voraz le hacía ver a su alrededor a los lechones rellenos de pudin y prestos a ser asados con una manzana en la boca; a los pichones, en un lecho de hojaldre y arropados por una sábana de crujiente y bien tostada corteza; a los gansos, nadando ahora en su propia salsa, igual que los patos, que lo hacían en parejas, cual matrimonios perfectos, pero sobre una salsa de cebollas, como compitiendo con los gansos en galanura... En los cerdos veía ya las plateadas vetas del tocino brillando entre el sabroso jamón y ni uno solo de los pavos quedaba libre de aquellas ensoñaciones del maestro, que se los presentaba trufados, con la molleja bajo un ala y con un collar de jugosas salchichas. En cuanto al muy altanero cantor de las granjas, es suficiente decir que lo veía ya patas arriba, en una bandeja, implorando una suerte de clemencia que en vida jamás hubiera recabado. Todas estas fantasías arrebatadas tenía el fervoroso Ichabod; y cuanto más miraban sus ojos verdes hacia cualquier lugar de aquella feraz tierra con sus trigales, con su centeno, con su maíz, con su cebada, o a los árboles que rendían sus ramas de tanto fruto como en ellas había, o hacia los huertos que rodeaban la mansión de Van Tassel, más aceleradamente le latía el corazón, sobre todo porque lo hacía pensando en la damisela que heredaría aquellos dominios. También, como es natural, pensaba en el dinero contante y sonante que debía de dar todo aquello, un dinero que su imaginación le decía que podría gastarse en palacios de madera, levantados en parajes tan idílicos como recónditos, y en la compra de tierras vírgenes pero tan generosas como las del holandés. Aún iban más lejos sus fantasías; se imaginaba ya a la gentil Katrina rodeada de un montón de niños, en una carreta cargada con ollas y pucheros, con toda clase de cacharros de cocina entrechocándose, y montado él mismo a lomos de una yegua mansa a cuyo lado iba al paso un potrillo, camino de Tennessee, camino de Kentucky o camino de sólo Dios sabía dónde... Cuando entró en la casa propiamente dicha, en aquella mansión, su corazón quedó definitivamente cautivo.

Era una de esas casas de granja espaciosas, de tejado a dos aguas que llegaban casi hasta el suelo, según el tipo de construcción de los primeros colonos holandeses; unos tejados cuyos aleros, hacia afuera, al caer formaban pórticos en los que guarecerse en los días de lluvia, y de cuyas traviesas de madera colgaban arneses de caballerías, aperos de labranza y redes para pescar en el río cercano. Junto a los muros de la casa había bancos en los que sentarse a descansar en verano; una rueda de hilar en un extremo, y una mantequera en el otro, no hacían sino demostrar las posibilidades de hacer cosas diferentes y de provecho que brindaba tan espléndido porche. El maestro, encantado con lo que veía, entró en la casa; lo primero que vio fue un magnífico aparador acristalado que guardaba la reluciente vajilla. En un rincón de la sala vieron sus ojos un gran saco lleno de lana presta para ser hilada; en otro, una pila de lino recién sacada del telar. Había en las paredes mazorcas de maíz, manzanas y melocotones secos en ristras, con un tono de voz y un aire todo que cohibía a quien fuera y evitaba cualquier apelación. Por otro lado, no volvía la cara ante cualquier bronca y gustaba de la broma y de la fiesta, pero su temperamento era hijo, no de la mala sangre, sino de un cierto carácter travieso e infantil, pues tras su aparente brutalidad se descubría fácilmente un poso de alegría espontánea y de buen humor. Tenía tres o cuatro buenos amigos que lo habían tomado por el modelo a seguir; con ellos iba por toda la comarca de francachelas o en busca de pelea y bronca, si se terciaba, aquí y allá, incluso muchas millas  a la redonda. En el invierno destacaba entre todos los demás hombres de su edad por su gran gorro de piel del que pendía una muy llamativa cola de zorro cazado por él mismo, y cuando quienes en algún lugar estaban de fiesta, veían a lo lejos ese gorro galopando al frente de una partida de diestros jinetes, sabían de inmediato que habría pelea... A menudo cabalgaba por la noche Brom junto a sus amigos, ante las granjas, lanzando salvajes gritos a la manera de los cosacos en tropel, y las viejas de la casa, al despertar alteradas por aquel clamor insolente, no podían sino exclamar tranquilizadas una vez oían alejarse los cascos de los caballos: «¡Vaya, otra vez Brom el Huesos con su banda!» Ni que decir tiene que los lugareños le contemplaban con una mezcla de miedo, respeto y gracia, y siempre que en el pueblo sucedía alguna pelea, alguna bronca sin mayor importancia, movían la cabeza de un lado a otro como disculpando aquella maldad venial del Brom el Huesos, al que tenían de seguro por el autor de la misma, aun sin verlo. Ya hacía tiempo que tan rudo héroe había escogido la hermosa Katrina como la mujer de su vida, como aquella a la que dedicar sus gárrulas galanterías, muy parecidas, por poner un ejemplo, a las que haría un oso en un situación de cortejo parecida; aquello, por lo que se sabía en el pueblo, no había hecho mella alguna, sin embargo, en la muchacha. Eso no era obstáculo, en cualquier caso, para que el gigantón hiciera poner pies en polvorosa a muchos de sus otros competidores en el amor de la damisela, que huían temerosos de despertar su furia; bastaba con que vieran su caballo en las proximidades de la casa de Van Tassel un domingo por la noche para que escaparan deprisa de allí, echando chispas y dispuestos a buscar guerra ante otros cuarteles. Tal era, pues, el formidable rival con quien habría de vérselas el bueno de Ichabod Crane; bien contemplado el asunto, es digno de tenerse en cuenta que otros aspirantes al amor de la damisela, hombres mucho más fuertes y arrojados que él, habrían desistido pronto por temor a Brom, largándose sin ofrecer resistencia. Pero cuanto conformaba el carácter del maestro era una feliz mixtura de tozudez y capacidad de adaptación a las circunstancias de cada momento; era, pues, un hombre de nervios bien templados, cabe decirlo así, como la urdimbre de un florete; flexible pero acerado; uno de esos hombres que pueden ceder, incluso doblarse, pero nunca doblegarse ni troncharse; y aunque en un momento dado una leve presión pareciera hacerlo encorvar, apenas estaba a punto de llegar al límite de su resistencia, ¡arriba!, ya estaba de nuevo tieso y firme, con la cabeza aún más alta que antes. Sabía que enfrentarse abiertamente a su rival en el amor era una necedad, más que una locura, pues tendría que batirse contra un hombre más joven y mucho más fuerte que él; un hombre tan fogoso y arrojado como Aquiles; un hombre, en suma, que jamás cedería un paso en el trance de disputarse el amor de una mujer. Ichabod, empero, constante y como quien no quiere la cosa, avanzaba poco a poco, se insinuaba a la rica y bella heredera siempre con galantería exquisita. En su calidad de maestro de canto iba cada vez más frecuentemente a la casa del holandés, un pretexto que en este caso no lo era para superar las suspicacias de los padres de las muchachas en situaciones semejantes, eso que tan a menudo se convierte en una gran piedra puesta en mitad del sendero por el que pretenden caminar de la mano los amantes. Balt Van Tassel era un hombre bueno, de alma apacible e indulgente; adoraba a su hija aún más que a su pipa, y como hombre razonable que era, además del mejor de los padres, permitía sin oposición alguna que la muchacha tomase los caminos que mejor le vinieran en gana. Su esposa, una mujer igualmente digna de mención, bastante tenía con mantener la casa en perfecta disposición siempre y atender a las aves del corral, ya que, como observaba con perspicacia no exenta de sabiduría, los gansos y los patos son criaturas tan increíblemente estúpidas que no queda otro remedio que cuidar de ellas de continuo, en tanto que una muchacha casadera sabe cuidar de sí misma... Tal era la razón de que la muy atareada ama de casa no parase un momento, bien haciendo la casa, bien haciendo girar la rueca de hilar sin pausa... Balt, cuando a semejantes tareas se entregaba su hacendosa mujercita, fumaba tranquilamente su pipa, en el otro extremo del salón, mirando a través de la ventana las furiosas acometidas de aquel espantapájaros de madera, con las manos armadas con sendas espadas igualmente de madera, que parecía desafiar al viento tanto como a los pájaros. Mientras, hay que decirlo así, Ichabod atacaba las resistencias últimas de la hija de los granjeros, en defensa de su nobilísima causa, bajo el gran olmo de la fuente, o paseando hacia el crepúsculo cuando el día comenzaba a declinar, la mejor hora para que los enamorados hagan gala de su elocuencia.

No puedo presumir acerca de cómo se conquistan los corazones femeninos. Eso es algo que siempre ha constituido para mí un asunto tan digno de admiración como enigmático; algunos de esos corazones parecen tener un único punto vulnerable por el que acceder, y otros, por el contrario, pueden ser conquistados de mil maneras distintas. Supone eso que han de ponerse en práctica, pues, miles de artimañas para hacerse con el favor de una damisela; mas si hemos de convenir en que es todo un triunfo hacerse con el favor de uno de esos corazones citados en primer lugar, los que nada más tienen una vía de acceso, mantener cautivos a los citados en segundo lugar exige aún mayor destreza, mayor lucha del hombre en la tarea, ardua cual batalla, de mantener bien vigiladas todas sus vías de acceso; es como defender una fortaleza, para lo cual no ha de olvidarse una sola ventana, una sola puerta. Así, el que sea capaz de alzarse con la conquista de un millar de corazones podrá hacer alarde, al tiempo, de su derecho a la fama y al reconocimiento, si bien sólo podremos considerar un héroe de verdad a quien logre mantener su dominio, por mucho tiempo, sobre el corazón de una dama coqueta. En este supuesto acerca de las artes del galanteo no se contempla, como es lógico pensarlo, al temido Brom el Huesos, pues desde el inicio de la corte que hiciera Ichabod Crane, para ganarse el favor de la hija del rico granjero, pareció ceder en la intensidad de su asedio; apenas se veía ya su caballo los domingos por la tarde cerca de los establos de la granja, lo que no quiere decir, sin embargo, que no se hiciera más ostensible que nunca antes la enemistad entre él y el maestro de escuela de Sleepy Hollow.
Brom, a quien adornaba una suerte de ruda, por no decir brutal, caballerosidad, hubiera preferido dirimir tal disputa en una suerte de campo de batalla abierto, ante los ojos de todos, lo que equivale a decir que librando un combate que sirviera para calibrar ante la dama querida las posibilidades de cada uno, al modo y manera de los caballeros de antaño, los cuales así de simplemente establecían su derecho sobre el corazón de una mujer. Mas, Ichabod, sin embargo, sabía bien que su oponente era mucho más fuerte, que nada lograría en un enfrentamiento directo contra él, así que eludía cualquier cosa que se pareciera a una disputa frontal. Para colmo, hasta sus oídos alguien había llevado una baladronada de Brom el Huesos, quien, según aquellas noticias que recibiera Ichabod, «iba a tronchar en dos al maestro para meterlo así partido en el armario de la escuela». Si por algo se caracterizaba Ichabod era por su cautela; no iba a darle, pues, la oportunidad de partirle en dos, y hay que reconocer que había bastante de provocación hacia el rival en su actitud pacífica, en sus afanes de no concederle el combate ansiado. Tanta obstinación por parte de su rival hacía que Brom el Huesos no cejara en su empeño de urdir tretas y más tretas, algunas de una bellaquería indecible, para llevar a su terreno a aquel increíble y aparentemente inabordable rival, lo que no quiere decir sino que, al cabo, el pobre maestro pasó a ser la víctima favorita de las maldades tramadas por la banda de Brom el Huesos, dispuesta a dar todo su apoyo al jefe. La banda, en su tropel de caballos, comenzó pues a hacer una incursión y otra en los hasta entonces tranquilos dominios del maestro; unas veces taponaban la chimenea del tejado, con lo cual la escuela se llenaba de humo; otras, ya de noche, entraban en la escuela y volcaban pupitres y mesas, tiraban por el suelo los papeles y los libros... Hacían así, en fin, inútiles las defensas de mimbre y estacas que pusiera el maestro, quien hubo de admitir que su escuela no era la trampa para pescar anguilas que había supuesto... El pobre llegó a pensar que las brujas todas de la región habían decidido tomar posesión de su escuela para celebrar en ella los aquelarres.. Aun con todo, esto no era lo peor; Brom el Huesos no dejaba escapar la mínima ocasión que sele presentara, a fin de ridiculizarlo ante la damisela; para colmo, había adiestrado a un perro vagabundo para que aullara de manera terrible y ridícula, en una especie de lúbrico lamento; cuando se producía, aseguraba Brom que aquel escándalo no era debido sino al pobre maestro, que daba así sus clases de canto a la impar Katrina. Así estuvieron las cosas durante un tiempo, sin que se produjera ningún cambio digno de mención en la estrategia guerrera de los contendientes.
Una tarde de otoño, muy hermosa, se hallaba Ichabod sumido en sus reflexiones, con las posaderas descansadas en el alto taburete desde el que dominaba su pequeño imperio escolar y cuanto hacían sus alumnos, blandiendo en su mano la vara de castigar, aquella especie de representación un tanto espectral de la justicia con que ejercía su poder. Tenía detrás, colgada en la pared de tres clavos roñosos, otra vara, por si se le rompía la primera, y delante, sobre su mesa, alguna que otra arma y unas cuantas cosas de contrabando que había decomisado a sus alumnos, tales como una manzana herida por unos cuantos mordiscos, varias cerbatanas, peonzas, jaulas para moscas y grillos y un montón de pajaritas de papel, lo que denotaba que no mucho antes habíase visto obligado a impartir justicia, haciendo víctima de ella a cualquiera de los pilluelos que acudían a oír su sabia palabra; de hecho, los muchachos permanecían ahora en silencio, fijos los ojos en sus libros; todo lo más, algunos cuchicheaban muy bajito sin perder de vista al maestro, por si se les acercaba vara en ristre... Un murmullo sutil, de expectativa temerosa, flotaba en el ambiente de la clase... De súbito se rompió aquel silencio, empero, con la entrada en la escuela de un negro que vestía chaqueta y pantalones de estopa y que se tocaba con un viejo y mugriento sombrero de copa, como un Mercurio con sombrero... Había llegado montando un penco flaco, medio salvaje y cojo, al que guiaba no más que con una soguilla atada a los belfos. Naturalmente, su presencia en la puerta de la escuela no pudo pasar inadvertida, al contrario; y mucho menos para el maestro, puesto que le llevaba un recado según el cual aquella misma noche el matrimonio Van Tassel y su hija ofrecían una recepción a la que estaba invitado muy especialmente. El negro declamó, más que decirlo, su mensaje de manera harto elocuente, haciendo un gran esfuerzo por decirlo con las palabras más a propósito para tan magno evento, cual solían hacerlo los negros de aquellos días, habitualmente utilizados como embajadores para llevar todo tipo de recados y encomiendas. Después volvió a subirse a su penco y pronto se le perdió de vista, galopando, no tan ceremoniosamente como veloz, hasta perderse en lo más oculto de la hondonada, cual debe hacerlo un buen mensajero. No cesó con su ida el follón que entre el alumnado provocó aquello, perdida ya la paz que dominaba la clase una vez consumado el último castigo. Con la anuencia del maestro dieron cuenta los alumnos de sus lecciones a toda prisa, sin parar mientes en la observación de esos aspectos que de común, minucioso, les exigía el bueno de Crane; más aún, los más pillos se saltaban de golpe hasta media página, sin que el digno pedagogo reparase en ello, lo que no fue óbice, sin embargo, para que los más torpes se llevaran algún que otro coscorrón, y algún que otro varetazo, sólo porque titubearon ante una palabra, o se trabaron en otra, considerando el maestro que ocurría así porque no prestaban la necesaria atención... Crane, por su parte, no reparó en el hecho de que sus alumnos, una vez diera él por concluida la clase, salieran casi de estampida, olvidándose de ordenar los libros, cual solían hacerlo, en las baldas dispuestas para ello; volaron además unos cuantos tinteros, se volcó algún pupitre, y una hora antes de lo que era normal la escuela quedó vacía... Aquel tropel de pequeños diablos se iba pegando gritos, saltando y revolcándose en la hierba para celebrar una liberación tan insólita como anticipada.

El galante Ichabod tardó más de media hora en arreglarse para acudir a la recepción, algo raro en él; cepilló con mimo el mejor de sus trajes, un terno negro muy sobrio, aunque algo resobado, empero, y con tanto o mayor cuidado se peinó los rizos ante un trozo de espejo que aún le quedaba sano en una pared. Luego fue a pedir prestado un caballo a un viejo granjero holandés, Hans Van Ripper, un tipo gruñón y malencarado, a fin de presentarse ante la amada de la manera más elegante posible, y así, cabalgando como todo un caballero capaz de enfrentarse a cualesquiera aventuras o al más arrebatador de los lances amorosos, puso tierra de por medio entre la escuela y la granja de Van Tassel. Por supuesto, y por seguir en lo que era común a las novelas de caballeros andantes, hay que hacer una descripción tan detenida como minuciosa de las trazas e impedimenta del caballero a lomos de su caballo. De éste, no obstante, hay que decir que era una bestia usada de común para el tiro de labranza, lleno de mataduras y perdida, por viejo, su arrogancia y hermosura de otros días; por lo demás, y como caballo viejo y resabiado que era, no resultaban pocos sus defectos, todo lo contrario; flaco, peludo, sucio, con cuello más de carnero que de corcel y con la cabeza digna de un martillo; le amarilleaban las crines, de viejura y mugre, al igual que la cola llena de nudos; a uno de sus ojos le faltaba la pupila, por lo que parecía de cristal, y en el otro le brillaba una especie de luz demoníaca, que sin duda era reflejo de su maldad resabiada; puede que aquel pobre penco hubiera sido en tiempos un brioso corcel que aún hacía honor a su nombre, Pólvora... No en vano había sido el caballo favorito del colérico Van Ripper, cuando aún montaba y galopaba furiosamente, antes de destinarlo a la labranza; y no en vano, con toda certeza, el amo había contagiado a su caballo aquel su iracundo carácter; aun viejo y muy castigado, el bruto albergaba tanta maldad como para superar a la que pudieran demostrar todos los jóvenes potros de la región juntos.

Ichabod componía una figura idónea para semejante montura. Montaba con estribos cortos, por lo que llevaba las rodillas a la altura de la silla; sus codos, visto desde atrás, parecían las patas de un saltamontes por lo mucho que los sacaba; llevaba la fusta en perpendicular, como si fuera un cetro; al trotar el caballo, en fin, sus brazos parecían las alas abiertas de un pájaro... Se tocaba además con un pequeño sombrero de lana inglesa que casi le caía hasta la nariz prominente, pues cabe recordar que su frente no era más que una franja estrecha entre el pelo y aquélla; los faldones de su levita negra, además, parecían flotar sobre las ancas del caballo casi hasta cubrirle la cola sucia. Con semejante porte salió el maestro de la granja de Van Ripper. Pocas veces se tuvo la ocasión de ver algo semejante a plena luz del día. Era, como ya he dicho, una hermosa tarde de otoño, de cielo despejado, azul y apacible, así que la naturaleza mostraba esa su librea dorada que nos sugiere abundancia, cuando los bosques parecen poner en el ambiente pinceladas de profusos ocres y amarillos; la helada de la noche anterior había dejado, además, una hermosa capa púrpura sobre los árboles más tiernos y frágiles, y otras de naranja y de escarlata en los más firmes y grandes. Atravesaban los patos salvajes el horizonte en bandadas interminables; hasta podía oírse latir el corazón de las vivaces ardillas, incesantes en su corretear por entre los bosques de hayas y de nogales, mientras los rastrojos de las veredas parecían abrirse cual telones de teatro para que se dejara oír el canto largo y solitario de una codorniz. Los pajarillos del bosque se despedían ya del día regalándose con un banquete en lo alto de las ramas tremolantes, y piaban y saltaban por doquier de árbol en árbol, gozosos en su libertad de escoger uno u otro, esta o aquella rama, felices entretantos árboles como tenían. Había petirrojos, ese pájaro que suele ser la diana preferida de los cazadores más jóvenes, revoloteando mientras sin desmayo soltaban sus notas siempre altas como en un lamento; había también mirlos cantores que en algunos claros parecían haberse puesto de acuerdo para formar una sola nube negra; y pájaros carpinteros de alas relucientes como los chorros del oro y con el penacho de fuego, hermosos con su amplia gorguera; y el pájaro del cedro, con las alas rematadas en puntas rojas, la cola en amarillo y su pequeño sombrero de plumas; y el arrendajo, esa especie de barbián vocinglero que parece lucir un chaquetón de espejos azules y debajo un traje blanco, pájaro chillón y zalamero, cobista en sus continuas reverencias, como si deseara congraciarse con todos los demás pájaros cantores del bosque para que le perdonaran sus gritos y desafinaciones. Ichabod, a paso lento ahora, continuaba a caballo mientras sus ojos, atentos en toda circunstancia a cualquier cosa que sugiriese abundancia en la cocina, hacían una suerte de deleitoso inventario de las maravillas que ofrecía tan pródigo otoño. A cada lado del camino veía, pues, ora un almacén hasta arriba de manzanas, las unas venciendo con su maduro peso las ramas de los árboles, otras ya recogidas en cestos incontables y prestas a ser llevadas a los mercados, las de más allá apiladas para ser en breve pasto gozoso de la prensa que habría de convertirlas en sidra excelente. Más allá, en los apartados campos de maíz, se alzaban magníficas las doradas mazorcas como escapando del abrigo de sus hojas, como ofreciéndose gustosas a las diestras manos que harían de su sabrosura no menos apetecibles pasteles; y en la misma tierra, las calabazas restallantes de brillo ofreciendo a sus ojos esos sus prominentes vientres dignos de los mejores platos. Atrás los trigales, atravesaba ahora Ichabod campos en los que se disfrutaba del olor dulce de las colmenas, lo que hacía que unas ilusiones no menos dulces comenzaran a cobrar forma en su mente ensoñecida de tanta paz y maravilla; así, degustaba ya una tarta de mantequilla espesa y miel en capas no menos densas... Una tarta que, naturalmente, le había preparado, para darle la bienvenida, la impar Karina Van Tassel con sus propias y lindísimas manos. Así, con tan amelcochadas imaginaciones, alimentaba sus sueños cuando iba por las faldas de unos cerros desde los que se avistaba uno de los más hermosos paisajes del Hudson. El sol, como una gran rueda, se iba deslizando poco a poco hacia los abismos del oeste. El amplio seno del Tappan Zee se mostraba ahora remansado como un cristal impoluto; sólo algún leve salto del agua alteraba el reflejo de la inmensa sombra azulada delas montañas. Allá, en el horizonte, una hermosa luz dorada se iba mudando lentamente al verde propio de las manzanas de sidra, y aún más allá, en un azul que inequívocamente pertenecía al cielo. Las últimas luces caían en oblicuo y alargadas sobre el río, dando un brillo de plata a las grandes piedras de sus márgenes y un fulgor púrpura a las orillas. A lo lejos, una barca parecía mecerse lentamente en e lagua, confiada en aquella tranquila corriente, con la vela acariciando lacia y voluptuosa el mástil; parecía la barca suspendida entre dos cielos, pues el agua aquella tarde no era más que el propio cielo reflejado. Estaba a punto de caer la noche, también infinitamente apacible, cuando llegó Ichabod a los dominios de Heer Von Tassel. Ya estaba la casa llena con la flor y nata de la región. Había allí viejos granjeros de rostros enjutos y con las arrugas curtidas por el paso de todas las estaciones durante muchísimos años, vestidos con chaquetas sencillas, sus medias azules limpias, y relucientes las grandes hebillas de sus cinturones; sus esposas, tan ajadas como parlanchinas y vivaces, con la cofia bien ajustada, el corpiño largo y firme, la enagua humilde pero limpia, y tijeras, acericos y un bolso grande de percal colgando de sus cinturones. Había también alegres muchachas, vestidas tal cual lo hacían sus madres, salvo en algún que otro caso en que lucían un sombrero de paja, el pelo al aire con una cinta, o algún que otro vestido impolutamente blanco, por afán de seguir la moda de la ciudad. Los hombres más jóvenes llevaban levitas de corte rectangular en el faldón, dos filas de botones metálicos y relucientes en ellas, y el cabello largo recogido en una cola de caballo, según era moda entonces; brillantes colas de caballo, sobre todo las de quienes se las frotaban con piel de anguila, cosa que se consideraba en aquellos días el mejor tónico capilar. Brom el Huesos, como no podía ser menos, era el héroe principal de aquella escena; había llegado a la fiesta montando su caballo Temerario, el favorito de cuantos tenía, tan brioso y valiente como su amo, que pudo hacerse con él, cuando lo quiso, por ser el único hombre de la comarca capaz de domarlo; además, siempre prefirió caballos rebeldes, incluso resabiados, o los que se sabían todos los trucos de los jinetes expertos en doma; esos caballos, en fin, con los que hay que ser muy diestro si no quieres acabar partiéndote el cuello. Decía Brom el Huesos que un caballo dócil sólo era propio de cobardes. Me encantaría llenar estas páginas con el relato pormenorizado del montón de placeres que se mostraron a los ojosde mi héroe apenas entró en el salón principal de la casa de Van Tassel, aunque quede claro que no hablo de las encantadoras muchachas que allí había, jóvenes en la flor de la vida llenándolo todo con el ir y venir de sus ropas en rojoy en blanco. Ese universo de placeres era, por el contrario, cuanto se ofrece a la degustación de un buen paladar y de un estómago de enormes tragaderas en las fiestas de los granjeros prósperos, más si son holandeses y celebran las bondades del otoño. ¡Qué enorme cantidad de fuentes llenas de todos los pasteles habidos y por haber, y de pastas, y de otros dulces cuya relación sería inacabable, delicias cuyas recetas se cuidaban muy mucho de decir a las otras aquellas hacendosas amas de casa holandesas! Y el muy ilustrísimo doughnut, y el oly koek tan esponjoso, y el cruller crocante y de sabor tenue, delicadísimo... Y bizcochos, y una exquisita tarta de jengibre, e incontables pastelitos de miel... Y tartas de manzana, de melocotón... Y jamón cortado en lonchas, y carne ahumada, y conservas y confituras de ciruelas, de pera y de membrillos... Y enormes parrilladas de pescado, y pollos asados por docenas... Y cuencos rebosantes de leche recién ordeñada. Y más cuencos, hasta arriba de crema dulce... Todo, arbitrariamente puesto sobre las mesas; tan arbitrariamente como mi propia enumeración de las viandas, pero, eso sí, todo parecía girar alrededor de una enorme tetera que de continuo silbaba anunciando que ya tenía la infusión presta. ¡Que Dios los bendiga! Me faltan el tiempo y la capacidad necesarios para describir convenientemente aquel banquete cual sería debido y justo hacerlo, y pues tengo que apresurarme en la conclusión de la historia, sigamos a otra cosa.
Ichabod Crane, felizmente, no tenía tanta prisa como yo, el que relata su historia, y se deleitó como cabe imaginar que lo hizo con todas aquellas y muy auténticas delicias, es verdad que con cierta pausa y hasta con ceremonia, pero sin despreciar nada de ningún plato... Era un hombre bondadoso y agradecido, de buen conformar y con un corazón tan grande como capaz era su cuerpo flaco, sin embargo, de ensancharse increíblemente para dar cabida a todo lo que engullía. Parecía unido en extática unción a las divinidades, merced a la comida, como otros parecen estarlo merced a la bebida... Por lo demás, no entornaba los ojos mientras degustaba tanta exquisitez, sino que los mantenía bien abiertos, desplazándolos de un lado a otro a la par que comía a dos carrillos, acariciando la ilusión de que todo aquello, algún día no muy lejano, bien podía ser suyo gracias a su matrimonio con la rica heredera del anfitrión. Si tal ventura le acontecía, pensaba sin dejar de masticar, sin dejar de mirar, abandonaría la escuela sin volverse para echarle una última mirada, haría una higa con su dedo a todos los Van Ripper de la comarca, y a todos los miserables que de mala gana lo acogían en sus casas, y pobre del maestro de escuela que se atreviera a llamarle compañero...

El viejo Baltus Van Tassel iba de un grupo a otro de invitados, con el semblante alegre, rojo de contento y buen humor, orondo y grato como una luna nueva de aquel otoño dadivoso. Era un excelente anfitrión, sin exageraciones; expresivo pero sin hacer notar a los otros su munificencia; daba a uno un fuerte apretón de manos, a otro una cariñosa palmada en la espalda, soltaba una carcajada limpia cuando le contaban alguna historia graciosa, y para todos sus invitados tenía frases de ánimo y aliento: «Vamos, muchachos, sírvanse ustedes mismos cuanto quieran, que no tiene que quedar nada en las fuentes». No pasó mucho rato hasta que desde el salón contiguo se dejara sentir una música que invitaba al baile. El músico era un viejo negro de cabello plateado, toda una orquesta ambulante él solo, durante más de medio siglo, de un lado a otro por los pueblos, villas y aldeas dela región. Tocaba un violín tan viejo y averiado como él mismo, del que sin embargo extraía alegres melodías, acompañando los rápidos movimientos de su arco con unos no menos rítmicos movimientos de su cabeza; cada vez que una nueva pareja se lanzaba a bailar, saludaba su presencia inclinándose hasta casi tocar el suelo y pegaba un fuerte zapatazo para animarles. En lo que a Ichabod de refiere, baste decir que se consideraba tan buen bailarín como cantante de salmos... Ni una sola de sus fibras, ni uno solo de sus miembros, era ajeno a la música cuando se lanzaba a bailar; su figura tan poco grácil, bailando hasta casi desmadejarse, podría haber hecho pensar a cualquier que el mismísimo San Vito, el bendito patrón del baile, como es bien sabido, había bajado a la tierra desde los cielos para danzar sin descanso entre los hombres. Tanto se movía el maestro, que despertaba la admiración entre los negros de todas las edades y estaturas, los cuales, llegados de las granjas vecinas, se apiñaban en las ventanas del salón, por fuera, para contemplar aquel jolgorio. Las blancas bolas de sus ojos giraban divertidas al verle y una sonrisa de dientes de marfil les llenaba la cara, pues nadie como ellos para apreciar la excelencia de aquellos movimientos, realmente difíciles... ¿Cómo era posible que aquel maestro tan terrible, martillo de niños herejes y holgazanes, fuese así de divertido? Era su pareja de baile, por cierto, la dueña de su corazón, la hija del buen Van Tassel, y respondía con sonrisas a los guiños de ojos y otras morisquetas que él le hacía mientras sedaba sin freno a las más diversas e imposibles contorsiones; a Brom, espectador impaciente de todo aquello, le hervían los huesos de rabia en el puchero de los rencores, mientras tanto; sentado en una esquina, ahora solo, sin nadie que le diera conversación ni le riese cualquier gracia, o lo alentara a una bravuconada, o a una apuesta, se mordía los puños por culpa de los celos. Acabado el baile, Ichabod mostró interés en la conversación que mantenían Balt Van Tassen y un grupo de hombres ya de edad provecta y al parecer muy enterados. Fumaban plácidamente, mientras conversaban sentados en el porche, y yéndose a otros tiempos hablaban de viejas historias de la guerra. La región toda había sido el escenario en que se libraran grandes e importantes batallas; había sido testigo, pues, de hechos cruciales y de las hazañas de muchos hombres. No muy lejos de donde se hallaba el grupo de granjeros habían librado duros combates las tropas inglesas contra las americanas, lo que hizo que vieran aquellas tierras, en tiempos, llegar a gentes procedentes de innumerables fronteras; las había de toda condición: emigrados que huían o que buscaban empleo, vaqueros, aventureros, soldados de fortuna...
Tanto tiempo había pasado ya de aquello, sin embargo, que cada uno de los fantasmas, como es de rigor, los habían visto en una suerte de asamblea bajo un gran árbol... Éstos, por cierto, fueron los que, según era fama, dieron captura al infortunado mayor André, del que nunca más se volvió a tener noticia. Tampoco faltaban las leyendas protagonizadas por mujeres, como aquella de la dama apenas cubierta con un velo vaporoso y blanco que se dejaba ver en la siempre tenebrosa Cañada de la Roca del Cuervo, donde había muerto en medio de una nevada... Cuando se aparecía, la pobre gritaba sus lamentos de manera tal que no podía por menos que poner de punta, los pelos de quienes la oían, sobre todo en mitad de las más inclementes y tormentosas noches de invierno. Mas, ni que decirlo tiene, estas historias juntas eran apenas nada en comparación con la que a todos emocionaba muy especialmente: la del jinete decapitado de Sleepy Hollow, al que, según decían varios de aquellos hombres que hacían su tertulia en el porche de Van Tassel, se había visto de nuevo, muy recientemente, recorriendo la comarca tan a menudo como en sus mejores tiempos, amarrando su caballo, cada noche, en cualquiera de las tumbas del camposanto dela iglesia del pueblo. Ha sido a buen seguro lo apartado en que se alza esta iglesia cuanto, por lo que parece, hizo del recinto sagrado un punto de reunión ineludible de espectros y espíritus de toda laya. La iglesia se levanta, a fin de cuentas, sobre una loma rodeada de olmos y de algarrobos centenarios, entre los cuales destacan sobremanera los muros blancos del templo, que son como relámpagos de la pureza cristiana que pugna por lucir incluso en los más negros parajes. Una leve depresión del terreno conduce de la iglesia a un remanso de agua como de plata rodeado de árboles de altas copas a través de los cuales se observan a lo lejos las azules colinas del Hudson. Cuando se contempla el camposanto anejo a la iglesia, cubierto de hierba muy verde sobre la que parecen echarse a dormir los rayos del sol, embargados de tanta paz como rezuma, tienes la impresión de que en semejante lugar los muertos no pueden hacer otra cosa que no sea reposar eternamente, cual les corresponde... A uno de los lados de la iglesia se abre un hondo barranco por el que arrastra la corriente, sobre todo en los días de lluvia fuerte, troncos de árboles caídos, pedruscos arrancados de cuajo, ramas...; en el punto más negro y denso y hondo del torrente, no lejos del templo, hubo en tiempos un puente de madera; el sendero que llevaba hasta el mismo puente, el puente también, quedaba prácticamente cubierto por la densa sombra de los frondosos árboles cuyas ramas parecíanno ya no dejar pasar el aire, sino estrangularlo; por eso, aun de día, era un lugar en el que sólo moraban las sombras; y de noche, la oscuridad más plena. Tal era, al parecer, uno de los caminos que con mayo r constancia frecuentaba el jinete decapitado de Sleepy Hollow. Y una de las historias que corría de boca en boca de todos los moradores de la región hablaba de que cierta noche, el viejo Brouwer, un tipo algo insolente, incrédulo y hasta hereje en lo que concierne a los fantasmas, alvolver de Sleepy Hollow y antes de abandonar el valle por aquel camino se topó de golpe con el jinete, no ocurriéndosele otra cosa que hacer la tontería de seguirlo... Así, a galope tendido, fueron ambos, uno delante, otro detrás, a través de bosques, de malezas, entre las colinas, por las ciénagas... hasta llegar al puente... Allí, de súbito, el jinete se convirtió en un esqueleto reluciente, que se abalanzó sobre el viejo Brouwer para empujarlo con furia y hacerlo caer al torrente mortal, mientras rugían las copas de los árboles como si de ellas, y no del cielo, emanara la tormenta preñada de relámpagos y de truenos.

El relato de esta historia que se daba por verídica, halló parangón más que conveniente en la aventura que narró a continuación el propio Brom el Huesos, que se había sumado a la tertulia, no sin antes decir que él, como se vería de inmediato, superaba como caballista al jinete sin cabeza... Ocurrió, según dijo Brom, que regresando del pueblo próximo de Sing Sing, se le plantó de golpe en el camino aquel legendario caballero sin cabeza para apostarse con él lo siguiente: una carrera por una jarra de ponche. Aceptó valientemente Brom el Huesos; la cabeza de su caballo Temerario fue durante toda la carrera a la par que la de la montura del fantasma decapitado, sin que éste pudiera superarle por mucho que lo intentara, y hubiera ganado la apuesta, y la carrera, que era cuanto más interesaba al joven fanfarrón, de no ser porque, al llegar al puente, el jinete decapitado dio un salto increíble para salvarlo, perdiéndose a continuación en una llamarada que se extinguió lentamente, en la lejanía... Todos estos relatos, hechos en ese tono de voz con que se suelen contar en la oscuridad historias tales, historias de terror y de misterio, con los rostros de los allí reunidos apenas ilumina dos por el resplandor de una pipa que quema tabaco ávidamente, impresionaron muy de veras al bueno de Ichabod Crane. Él mismo, además, puso su granito de arena citando largas parrafadas de su muy estimado Cotton Mather y refiriendo algún caso que,  según él, pudo observar en el Estado donde naciera, Connecticut, e incluso allí mismo, en Sleepy Hollow, durante sus paseos nocturnos... Estaba a punto de acabar la fiesta, pues muchos de aquellos granjeros comenzaban a montar en sus carretas para irse, tras reunir a la familia, y se iban de hecho poco a poco, llenando ahora el silencio de la noche con el choque de las ruedas contra los pedruscos del camino.Varias muchachas montaban a la jineta en la grupa del caballo, tal y como se lo ofreciera algún pretendiente; reían alegres y sus risas se iban alejando lentamente entre el trote rítmico de los cascos de los caballos, para ser devueltas por el eco de los bosques dormidos... Al cabo desaparecían voces, carcajadas, trotes y ecos, como si un desierto ignoto se lo hubiera tragado todo tras brotar en el mismo sitio donde antes hubo jarana y contento... Ichabod, sin embargo, seguía allí, como hubiera hecho cualquier otro enamorado de aquella región, en la esperanza de poder conversar a solas con su amada, y en adorable tête-á-tête, siquiera unos minutos, antes de partir. Tenía la cara iluminada de dicha, pues no albergaba más convicción que la de hallarse a las puertas del éxito. Mas no pretendo decir qué ocurrió en la entrevista que mantuvieron, pues debo señalar, en aras de la mayor sinceridad, que lo ignoro por completo... Algo, no obstante, debió de ir mal, pues al cabo de muy pocos minutos de conversación el pobre maestro mostró un amargo y desolado rictus en su antes feliz y satisfecho semblante. ¡Oh, estas mujeres! ¡Cómo son! ¿Sería posible que aquella muchacha no hubiera hecho más que coquetear con él, para divertirse, o acaso para burlarse, un rato? ¿Sería posible que hubiera alentado arteramente las esperanzas del pobre pedagogo, para dar celos a quien era el peor enemigo del bueno de Ichabod, nada más? Yo, la verdad, no lo sé; quizás el cielo... Limitémonos a decir que Ichabod salió de la granja de Van Tassel, más que como un digno invitado, como un granuja que hubiera ido allí para robar un par de gallinas y no para hacerse con los favores del corazón de una damisela... Así, ahora, sin reparar ya en la bondad y riqueza de cuanto allí había, se dirigió a toda prisa a los establos, pegó un puntapié al penco que lo llevara, para que se levantase del suelo sobre cuyas pajas se había tirado a dormir puede que soñando con auténticas montañas de maíz, o con unas praderas repletas de tréboles, o con interminables valles de alfalfa y forraje; unos sueños, pobre bruto, que se le desvanecieron de golpe. Fue a la hora de las brujas, en lo más negro ya de la noche, cuando Ichabod, con su cresta de gallo orgulloso ahora caída, meditabundo y con mucho dolor en su amargado corazón, tomó el camino de vuelta por las laderas de los cerros desde los que se dominaba Tarry Town... Aquellos lugares que de manera tan distinta había contemplado, y con el ánimo no menos distinto, pocas horas antes, cuando aún el día era hermoso. La noche, ahora, se mostraba tan triste como él; acaso, igual de dolorida. Abajo y a lo lejos, el Tappan  Zee, profundamente negro, albergaba una luz que en la lejanía se mostraba siniestra, la lámpara que se mecía en el mástil de una embarcación pequeña allí anclada, a merced del vaivén moroso de las aguas. Puede que fuese aquella pequeña embarcación que había contemplado con deleite por la tarde, pero ahora le pareció totalmente distinta, incluso infame. A las doce de la noche, en aquel aterrador silencio que todo lo presidía, oyó el maestro poco después el ladrido largo y agudo, pero muy débil, como lastimero, de un perro guardián; lo sintió tan lejos que se dijo que ni los perros querrían ya acercarse a él. También le parecía sentir, de tarde en tarde, el canto de un gallo, pero lo tenía por un simple eco como escapado de sus sueños; o como llegado de una granja en la que nadie querría ya darle alojamiento ni comida. Por donde pasaba nada vivo se veía, ni se percibía; acaso, únicamente, el canto monocorde y melancólico de los grillos, el croar impertinente de una rana de las ciénagas, quejumbrosa, como si no pudiera dormir bien en aquella tan propicia humedad o como si la hubiese despertado él mismo al pasar por allí con su caballo. Todas las historias de aparecidos, de muertos y de fantasmas, que había oído contar aquella noche, comenzaron a agitarse entonces en su cabeza, cual si se le hubiera metido un torbellino en ella... La noche, encima, era cada vez más negra, según se adentraba en el bosque; las estrellas del cielo parecían haberse clavado en la bóveda celeste como sin brillo, ocultas a cada poco por algunas nubes que pasaban.
Jamás se había sentido el bueno de Ichabod ni tan solo ni tan desgraciado como aquella noche; llegaba ya a uno de esos puntos tenidos por malditos en todas las leyendas de la región, un lugar, al parecer, favorito de los espectros, cuando de pronto se topó con un árbol enorme, un tulipero que se alzaba por encima de todos los demás, como un mojón gigantesco animado por la savia; un mojón tan poderoso de ramas como otros árboles lo son de tronco... Aquellas ramas del tulipero ofrecían, en su retorcimientos, figuras tan fantásticas como incontables que tocaban el suelo para remontarse después hasta el aire; era el árbol, por cierto, en el que cayó cautivo de los seres de la noche, según la leyenda, el pobre y malogrado mayor André, que así, perdiendo allí la vida, le dio nombre, al punto de que todos en la región se referían a él como el árbol del mayor André. Las gentes del lugar, cuando lo mentaban, lo hacían con una mezcla de temor y de reverencia supersticiosa, y acto seguido se lamentaban de la suerte trágica del mayor, un héroe desventurado, como si con su evocación cariñosa quisieran espantarlo para que no se les apareciera entre lamentos y gritos desgarradores. Cuando más se iba aproximando Ichabod a tan terrorífico árbol, y para quitarse de encima el miedo, comenzó a silbar inopinadamente... Mas oyó entonces que era respondido con un silbido idéntico... Se dijo, empero, que no era más que una ráfaga de viento súbito que le llegó a través de las retorcidas ramas del tulipero... No obstante, cuando ya estuvo prácticamente bajo el árbol, dejó de silbar y detuvo su cabalgadura. Algo informe, de lo que sólo percibía un color blanco, pendía de una de las fuertes ramas; urgió de nuevo a su caballo, para acercarse, y comprobó entonces que no colgaba de rama alguna cualquier cosa, sino que el tronco mostraba una herida en su corteza, como si hubiera sido alcanzada por un rayo. No tuvo apenas tiempo de respirar en paz, sin embargo, pues al punto escuchó un gemido largo y sentido... Se puso a temblar; apenas podía controlar ahora la mandíbula y sus piernas; así y todo, armándose de valor de nuevo, siguió un poco más allá, y otra vez aliviado comprobó que aquello no había sido más que el sonido hecho por dos ramas que se rozaban a merced de la brisa... Salió Ichabod de los dominios del árbol, pues, pero no había escapado con ello al peligro que se cernía sobre él. A unas doscientas yardas del árbol cruzaba el camino un arroyuelo que se precipitaba hacia una zona de légamos conocida como el pantano de Wiley. Para cruzarlo, unos troncos hábilmente dispuestos ofrecían el paso propio de un puente, y del lado de la corriente del arroyuelo varios castaños y robles, por cuyos troncos trepaba la hierba, se cerraban como una bóveda sobre aquel paso tan improvisado como eficaz. Algo en su interior, entonces, le hizo sentir una cierta aprensión, como si unos pasos más allá no hubiese otra cosa que una gruta oscura y sin salida... Atravesar aquello, pues, le supondría la prueba más difícil de superar. Sabía bien el maestro, además, que fue entre aquellos árboles, robles y castaños, donde se escondieron los soldados que, más allá de la leyenda, tendieron la emboscada al mayor André; eso, y la leyenda en sí misma, hicieron que el puente fuera tenido por todos como un lugar maldito, que sólo debía cruzarse de noche y en compañía... Y é liba solo... Ahora comprendía bien el terror de sus alumnos cuando, con la oscuridad de los días de invierno, tenían que atravesarlo para regresar a sus casas una vez concluidas las lecciones.

Cuanto más se aproximaba su montura al riachuelo, más fuerte le latía en el pecho el corazón a Ichabod, como si fuera a hacer saltar las costillas. Pero, respirando hondo, haciendo acopio de todoel valor y de toda la fuerza de voluntad que hubo de requerirse para no dar marcha atrás, fustigó violentamente a su caballo, le clavó los tacones de sus botas en los ijares, en la esperanza de que el penco saliese casi de estampida paracruzar aquello cuanto antes, pero el mal bicho que era aquel caballo, resabiado e indolente, no hizo más que un violento escorzo hacia su derecha, para que su jinete se golpeara de manera brutal contra un árbol... El maestro, ahora tan enfadado como preso del pánico, y que a cada segundo que pasaba en aquel lugar sentía aún más miedo, tiró de las riendas, sin embargo, hacia el lado contrario, para herir en los belfos al caballo con el bocado y obligarlo así a seguir el rumbo que quería... Más fue inútil; el penco se echó a galope, sí, pero no para cruzar lo que su jinete le indicaba, sino para tirarse de costado, violentamente, como si hubiera sido abatido por un disparo, contra unas zarzas repletas de espinas que había a la izquierda del camino. Aun maltrecho, se levantó Ichabod, volvió a montar y castigó con una dureza inimaginable al bruto, sacudiéndole con la fusta aún más fuerte que antes y clavándole los tacones de sus botas en los ijares con auténtica saña... El viejo Pólvora relinchó, se puso de manos y salió otra vez a galope... Más justo cuando llegaba a la embocadura del puente se paró en seco, como las mulas... A punto estuvo de salir lanzado el maestro por encima de las orejas del penco, y si no lo hizo fue porque se agarró con fuerza al cuello de la bestia malvada... Iba a castigarlo de nuevo con otra ración de fustazos, pero entonces percibió unas pisadas en el agua... Al tétrico amparo ofrecido por la bóveda de los árboles apenas vio una sombra informe, erguida, alargada y ancha, quieta, como abrigada en la oscuridad cual fiera dispuesta a lanzarse sobre el viajero que osara entrar en sus dominios. El vello del pobre pedagogo se erizaba a impulsos del terror que lo embargaba. ¿Qué podía hacer o decir? Era demasiado tarde para girar la grupa de su caballo y escapar por donde había venido; además, podía tratarse de un espectro, de un fantasma, de un espíritu, seres del aire capaces de atravesarlo incluso de cara al viento. Así que, haciendo acopio de los últimos rescoldos de valor y de cordura que ardían en su pecho y en su cabeza, y a despecho de su voz en un hilo, escuchó no sin sorpresa que de su boca salía una pregunta: «Quién eres?» Como la sombra no respondiera repitió la pregunta. Y tampoco obtuvo respuesta. Así que no le quedó otra que atizar con la fusta de nuevo al maldito Pólvora, clavándole con saña los tacones una vez más, cantar con voz temblorosa y en un puro grito uno de sus salmos y galopar por donde había llegado... Mas justo entonces la sombra se interpuso en su camino, abandonando su anterior escondite, para cerrarle el paso. Ahora, a corta distancia, podía distinguir mejor la sombra, que adquiría forma: a pesar de la lobreguez de la noche vio a un jinete corpulento que montaba un altísimo y muy fuerte caballo negro. No parecía ni molesto ni amigable. Ichabod, no obstante, hizo que su caballo siguiera, al paso ahora, y cuando llegó a su altura el jinete se apartó, lo dejópasar, y luego siguió junto al maestro, situando su caballo del lado por el que no veía su penco, que ahora parecía tranquilo y manso, manejable. Concluyó Ichabod su salmo y se decidió entonces a mirar a su nocturno compañero, a pesar del miedo, recordando de golpe aquella aventura de la apuesta que narrara Brom el Huesos... Eso fue lo que le hizo fustigar de nuevo a su penco, en la esperanza de dejar atrás al fantasma... Mas picó espuelas el jinete maldito para alcanzarlo de nuevo, sin mayor esfuerzo de su montura. Al  maestro no se le ocurrió otra cosa que tirar atrás de las bridas, para hacer más lento el paso de su jamelgo. Pero el jinete hizo lo mismo. A Ichabod le latía entonces el corazón de manera que casi se le oía, más aún que el retumbar de los cascos de los caballos en el silencio de la noche. Se puso a cantar otro salmo, que ahora, empero, no le salió; tenía la boca seca por el pánico, la lengua se le pegaba al paladar y no le salían ni una nota, niuna palabra de la primera estrofa... Su compañero nocturno parecía obstinado en su silencio, algo que aún le resultaba más temible al maestro. Pronto, empero, sabría el porqué. Descendían ambos, emparejadas sus monturas, por la ladera de una leve colina, en la claridad que auspiciaba el fondo del firmamento y la ausencia en aquella zona de bosque, cuando se percató, aun mirándole de reojo, de que aquel ser era aún más corpulento de lo que ya de por sí le había parecido antes; y que no tenía cabeza, lo que hará comprender a cualquiera la clase de pánico que, sobre los ya padecidos, embargó ahora al pobre pedagogo...

Mucho más, ni habría que decirlo, cuando comprobó cómo el jinete apoyaba su propia cabeza, que llevaba hasta entonces bajo un brazo, en el arzón de la silla de su caballo.Mil escalofríos, como latigazos, sacudieron de arriba abajo el cuerpo de Ichabod, empavorecido. No pudo pensar nada, ni considerar por más tiempo su situación; comenzó a pegar a su caballo con manos y pies... Pólvora, al menos, obedeció esta vez, lanzándose a galope tendido... Pero fue en vano, porque de inmediato tuvo de nuevo a su altura al jinete sin cabeza; galopaban en una enloquecida carrera, sacando chispas de las piedras los cascos de sus caballos; inclinado sobre el cuello de su penco, Ichabod sentía que su traje flotaba en el aire, lo que le complacía pues le daba la sensación de que podría dejar atrás al fantasma... Pero llegaron juntos hasta el cruce de caminos en el que se tomaba el que conducía hasta Sleepy Hollow; entonces, Pólvora, que parecía poseído por un demonio, cambió inopinadamente de rumbo, y en vez de girar a la derecha, como procedía, se tiró en su loca carrera por la cuesta de un sendero arenoso que llevaba desde los árboles al puente, ese otro puente famoso de las historias de aparecidos, el grande que lleva a la colina frondosa en la que se alzan la iglesia encalada que tiene a su vera el camposanto.

Hasta ese preciso momento, el pánico que también sentía el pobre penco parecía otorgarle cierta ventaja sobre el fantasma, aun cuando, desde luego, no fuera tan buen jinete como el decapitado... Pero cuando llevaba recorrida no más de la mitad del sendero, sintió que se le aflojaban las cinchas de la silla de montar y algo así como si su penco se le escurriera entre las piernas. Trató de equilibrarse y de asir la silla de montar con las piernas, para que no se le fuera, pero nada; se salvó de una terrible caída, y del consiguiente batacazo, aferrándose con todas sus fuerzas al cuello y a las crines del penco, mientras su silla caía irremediablemente al suelo y era pisoteada, lo oyó perfectamente, por los cascos del caballo del fantasma que estaba a punto de darle alcance. Así y todo, pensó en la ira de Hans Van Ripper cuando le contara que había destrozado su silla de montar preferida, la que solía poner los domingos a su montura... Pero fue sólo un instante; lo que sufría ahora era insuperable; los enfados de Van Ripper resultaban una tontería comparado con aquello... Sentía cada vez más cercano al fantasma; Ichabod, que no era precisamente un jinete indio, iba peor que mal montando a pelo y a todo galope, y a punto estaba de caerse por un lado, cuando lograba rehacerse y a punto estaba de caer por el otro lado; además, golpeaban tan brutalmente sus nalgas contra los huesos del penco, que le parecía inminente el batacazo; al menos así, se decía, si se tronchaba el cuello acabaría de una vez por todas aquella pesadilla...

Un claro entre los árboles le hizo cobrar mayor confianza, sin embargo, y ansió embocar el puente que conducía a la iglesia cuanto antes, ya que era aquél el camino que había tomado inopinadamente su caballo. La luz de la luna, que caía trémula sobre las aguas, le hizo saber que no erraba en sus pronósticos. Vio casi acto seguido el encalado de la iglesia, que refulgía en la oscuridad a través de los árboles; recordar que allí, en el puente, se había esfumado el fantasma cuando compitió contra Brom el Huesos, le hizo sentir alivio. «Si llego en cabeza al puente estaré a salvo», pensó; y justo en ese momento oyó a sus espaldas el resoplido del caballo del fantasma, un caballo igualmente fantasmagórico, que casi le quemaba; volvió a fustigar al viejo Pólvora y cruzó en cabeza el puente, levantando un estrépito de tablas bajo su galope. Ya del otro lado, no pudo evitar volverse con la esperanza de que, al igual que en el relato del fanfarrón, y cual parecía norma en los fantasmas, se hubiera hecho una llamarada de fuego su perseguidor, esfumándose de inmediato... Pero lo que vio, empero, fue mucho más aterrador; se irguió el jinete en su montura sobre los estribos, tomó su cabeza con una mano y la lanzó con fuerza hacia Ichabod, que no pudo esquivar tan espantoso proyectil... La cabeza del fantasma se estrelló contra la suya con un sonido de piedras que se entrechocaran... Cayó a tierra; Pólvora, el jinete decapitado y su caballo negro pasaron por encima de aquel cuerpo yaciente como una simple brisa.

A la mañana siguiente el malencarado Van Ripper encontró su viejo caballo a las puertas de su casa, sin montura, claro, y arrastrando la brida... El pobre penco, sabio a fin de cuentas, saciaba su hambre y trataba de olvidarse de la noche anterior arrancando a mordiscos puñados de hierba. Ichabod, por el contrario, no hizo acto de presencia, a pesar de que era la hora del desayuno. Llegó la hora del almuerzo, y por muy raro que le pareciera al granjero, tampoco apareció. Sin él en la escuela, los alumnos pasaban el rato junto al riachuelo; nadie sabía nada acerca de su maestro... Comenzó a temer Van Ripper, ya avanzada latarde, que algo malo le hubiera ocurrido; además albergaba aún la esperanza de que, con la aparición de Ichabod, lo hiciera también su silla de montar. Varias averiguaciones dieron  pronto su fruto... Encontraron sus huellas, y a un lado del camino, aunque enterrada casi por completo en el suelo arenoso y un tanto destrozada, hallaron también la silla de montar del viejo holandés. Las huellas conducían hasta el puente; desde allí vieron flotar el sombrero del infortunado Ichabod en la parte donde las aguas eran más negras y profundas; no muy lejos, cerca de la orilla, vieron también una calabaza partida. Pronto se organizó una partida para rastrear el curso del riachuelo, pero fue en vano; nadie albergó al final duda alguna sobre lo que más evidente era, esto es, que Ichabod  no estaba por allí, ni vivo ni muerto. Luego, Hans Van Ripper, que se instituyó en una especie de albacea testamentario del maestro, examinó sus pertenencias... Apenas nada; dos camisas y otra medio rota; un par de corbatas de lazo, dos pares, o acaso sólo uno, de medias, unos viejos pantalones de pana, una navaja mohosa, un libro de salmos con gran cantidad de marcas en cada página, un diapasón roto... Los libros y el mobiliario de la escuela, por otra parte, pertenecían a la comunidad, salvo la Historia de la brujería, de Cotton Mather, y un Almanaque de Nueva Inglaterra, además de un volumen que trataba de los oráculos y otro sobre los sueños... Entre las páginas del libro sobre los sueños había una hoja de papel llena de tachaduras y borrones de tinta, el resultado de un intento que hiciera el pobre maestro por dedicar unos sentidos versos a la joven heredera de los Van Tassel. Aquellos libros tan mágicos y el poema frustrado fueron a parar al fuego, de la mano del propio Van Ripper, quien decidió en el preciso instante de arrojarlos a las llamas, y después de haberles echado un vistazo somero, que sus hijos jamás volverían a pisar una escuela, harto convencido como lo estabade que nada bueno podía obtenerse de la lectura ni de la escritura... Por lo demás, se dijo el granjero, parecía evidente que si Ichabod tenía ahorrado algún dinero, al margen del que había recibido un par de días atrás como paga por su trabajo, había desaparecido con él mismo. El caso de la desaparición del maestro fue la comidillade todos en la iglesia, el domingo siguiente. Grupos de chismosos, aquí y allá, en el jardín de la iglesia y hasta entre las tumbas del camposanto, hablaban largamente de ello, especulando sobre mil posibilidades a cual más descabellada; después, como de paseo, y sin dejar de hablar del caso, cruzaron el puente y caminaron por la orilla, deteniéndose especialmente en los puntos donde se hallaron el sombrero del maestro y la calabaza partida. Las historias de Brouwer, de Brom el Huesos, y muchas otras más, dieron mucho que pensar y opinar a todo el mundo... Así que, después de sopesar estas y aquellas posibilidades, mientras fumaban plácidamente sus pipas de aromático tabaco, los hombres de Sleepy Hollow concluyeron que la única solución al enigma la ofrecía el hecho inequívoco de que el pobre maestro había sido raptado por el fantasma del jinete sin cabeza. Como Ichabod era soltero y no tenía deudas, la gente de jó de pensar en él y en su desaparición muy pronto, no tenían por qué estrujarse por más tiempo la sesera... Se habilitó otra casa como escuela y pronto hubo en el pueblo un nuevo maestro. Es verdad, en cualquier caso, que un viejo granjero que ha estado recientemente en Nueva York, ahora que han transcurrido ya unos cuantos años desde que desapareció Ichabod Crane, añade nuevos elementos de misterio a la historia, lo que sin duda encantará a todos en Sleepy Hollow, pues cuenta que Ichabod Crane sigue vivo. Asegura que huyó del valle por miedo a una nueva aparición del fantasma y también por el dolor que le causó el rechazo de la hija de Van Tassel. Dice también que vive en un lugar muy apartado, donde poco después de su llegada siguió ejerciendo la docencia mientras estudiaba leyes, lo que le facultó para desempeñarse como abogado y entrar con éxito en política, apareciendo en los periódicos varias veces cuando se presentó en una candidatura... Dice también este hombre que no hace mucho ha sido nombrado juez del Ten Pound Court. En lo que a Brom el Huesos respecta, sólo cabe decir que, poco después de la desaparición de quien fuera su rival en amores, condujo triunfante a la bella Katrina al altar... Y como no podía ser de otra manera, cada vez que Brom el Huesos oía decir algo sobre la calabaza partida que se halló en el río, un poco más allá de donde flotaba el sombrero del maestro, se moría de risa... Eso hizo pensar a más de uno que a buen seguro sabía bastante más de lo que decía sobre la desaparición de Ichabod, pero no creo digna de ser tenida en cuenta tal opinión, pues según las viejas comadres de Sleepy Hollow, tan sabias ellas para emitir juicios sobre asuntos así de escabrosos, Ichabod fue apartado de este mundo por medios perfectamente sobrenaturales. Como era de esperar, tan abracadabrante suceso se ha convertido ya en una de las historias favoritas de las gentes de la región, que lo narran en las noches de invierno al calor de la lumbre. El puente maldito, así las cosas, se ha convertido en uno de los lugares que más cuidadosamente evitan quienes en este valle moran, presos de un terror supersticioso a tan inocente lugar... Acaso tal sea la razón de que hace unos pocos años se decidiera desviar el camino que llevaba a la iglesia, y que hacía obligatorio el paso por el puente, por la orilla de la presa del molino. La que fue escuela en donde impartió sus enseñanzas Ichabod Crane no es más que una casa en ruinas lamentables; quienes se atreven a pasar relativamente cerca de sus paredes desconchadas y húmedas de moho, lo hacen con bastante aprensión, despacio para no pisar fuerte, pues cuentan que allí vive, nada menos, el fantasma del pobre Ichabod. Los mozos que labran la tierra, por su parte, cuando regresan agotados a sus casas, tras una larga y dura jornada, sobre todo en el verano, cuando empieza a anochecer, aseguran que se oye en la lejanía la voz de quien fuera el maestro de Sleepy Hollow entonando uno de sus salmos tan melancólicamente que se les parte el corazón de pena.




La máscara de la Muerte Roja, 1842, Edgar Allan Poe (Estados Unidos)

La “Muerte Roja” había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.



El gato negro, 1843, Edgar Allan Poe (Estados Unidos)
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!




El Horla, 1887, Guy de Maupassant (Francia)
8 de mayo
¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa,
bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me
gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al
hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo. Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre. A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya. ¡Qué hermosa mañana!
A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso. Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.

11 de mayo
Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste. ¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia? Diríase qué el aire, el aire invisible, está poblado de lo desconocido, de poderes cuya misteriosa proximidad experimentamos. ¿Por qué al despertarme siento una gran alegría y ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de dar un corto paseo por la costa, regreso desolado como si me esperase una desgracia en mi casa? ¿Tal vez una ráfaga fría al rozarme la piel me ha alterado los nervios y ensombrecido el alma? ¿Acaso la forma de las nubes o el color tan variable del día o de las cosas me ha perturbado el pensamiento al pasar por mis ojos? ¿Quién puede saberlo? Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, lo que rozamos inconscientemente, lo que tocamos sin palpar y lo que encontramos sin reparar en ello, tiene efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, por consiguiente, sobre nuestros pensamientos y nuestro corazón. ¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible! No podemos explorarlo con nuestros mediocres sentidos, con nuestros ojos que no pueden percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy próximo ni lo muy lejano, los habitantes de una estrella ni los de una gota de agua. . . con nuestros oídos que nos engañan,
trasformando las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si fueran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen surgir la música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza... con nuestro olfato, más débil que el del perro... con nuestro sentido del gusto, que apenas puede distinguir la edad de un vino. ¡Cuántas cosas descubriríamos a nuestro alrededor si tuviéramos otros órganos que realizaran para nosotros otros milagros!

16 de mayo
Decididamente, estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre,
una fiebre atroz, o, mejor dicho, una nerviosidad febril que afecta por igual el alma y el cuerpo. Tengo continuamente la angustiosa sensación de un peligro que me amenaza, la aprensión de una desgracia inminente o de la muerte que se aproxima, el presentimiento suscitado por el comienzo de un mal aún desconocido que germina en la carne y en la sangre.


18 de mayo
Acabo de consultar al médico pues ya no podía dormir. Me ha encontrado el pulso acelerado, los ojos inflamados y los nervios alterados, pero ningún síntoma alarmante. Debo darme duchas y tomar bromuro de potasio.

25 de mayo
¡No siento ninguna mejoría! Mi estado es realmente extraño. Cuando se aproxima la noche, me invade una inexplicable inquietud, como si la noche ocultase una terrible amenaza para mí. Ceno rápidamente y luego trato de leer, pero no comprendo las palabras y apenas distingo las letras. Camino entonces de un extremo a otro de la sala sintiendo la opresión de un temor confuso e irresistible, el temor de dormir y el temor de la cama. A las diez subo a la habitación. En cuanto entro, doy dos vueltas a la llave y corro los cerrojos; tengo miedo. . . ¿de qué?. . . Hasta ahora nunca sentía temor por nada. . . abro mis armarios, miro debajo de la cama; escucho... escucho... ¿qué?... ¿Acaso puede sorprender que un malestar, un trastorno de la circulación, y tal vez una ligera congestión, una pequeña perturbación del funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra máquina viviente, convierta en un melancólico al más alegre de los hombres y en un cobarde al más valiente?
Luego me acuesto y espero el sueño como si esperase al verdugo. Espero su llegada con espanto; mi corazón late intensamente y mis piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla
en medio del calor de la cama hasta el momento en que caigo bruscamente en el sueño
como si me ahogara en un abismo de agua estancada. Ya no siento llegar como antes a ese
sueño pérfido, oculto cerca de mi, que me acecha, se apodera de mi cabeza, me cierra los
ojos y me aniquila. Duermo durante dos o tres horas, y luego no es un sueño sino una
pesadilla lo que se apodera de mí. Sé perfectamente que estoy acostado y que duermo. . . lo
comprendo y lo sé. . . y siento también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube
sobre la cama, se arrodilla sobre mi pecho y
tomando mi cuello entre sus manos aprieta y
aprieta... con todas sus fuerzas para estrangularme. Trato de defenderme, impedido por esa
impotencia atroz que nos paraliza en los sueños: quiero gritar y no puedo; trato de moverme
y no puedo; con angustiosos esfuerzos y jadeante, trato de liberarme, de rechazar ese ser
que me aplasta y me asfixia, ¡pero no puedo!
Y de pronto, me despierto enloquecido y
cubierto de sudor. Enciendo una bujía. Estoy solo.
Después de esa crisis, que se repite todas
las noches, duermo por fin tranquilamente hasta
el amanecer.
2 de junio
Mi estado se ha agravado. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro y las duchas no me producen
ningún efecto. Para fatigarme más, a pesar de que ya me sentía cansado, fui a dar un paseo
por el bosque de Roumare. En un principio, me pareció que el aire suave, ligero y fresco,
lleno de aromas de hierbas y hojas vertía una sangre nueva en mis venas y nuevas energías
en mi corazón. Caminé por una gran avenida de caza y después por una estrecha alameda,
entre dos filas de árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y espeso,
casi negro, entre el cielo y yo. De pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un
extraño temblor angustioso. Apresuré el paso, inquieto por hallarme solo en ese bosque,
atemorizado sin razón por el profundo silencio. De improviso, me pareció que me seguían,
que alguien marchaba detrás de mí, muy cerca, muy cerca, casi pisándome los talones. Me
volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo. Únicamente vi detrás de mí el resto y amplio
sendero, vacío, alto, pavorosamente vacío; y del otro lado se extendía también hasta perderse de vista de modo igualmente solitario y atemorizante.
Cerré los ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie como un trompo. Estuve a punto
de caer; abrí los ojos: los árboles bailaban, la tierra flotaba, tuve que sentarme. Después ya no supe por dónde había llegado hasta allí. ¡Qué extraño! Ya no recordaba nada. Tomé hacia la derecha, y llegué a la avenida que me había llevado al centro del bosque.

3 de junio
He pasado una noche horrible. Voy a irme de aquí por algunas semanas. Un viaje breve sin
duda me tranquilizará.

2 de julio
Regreso restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte Saint-Michel que no conocía. ¡Qué hermosa visión se tiene al llegar a Avranches, como llegué yo al caer la tarde! La ciudad se halla sobre una colina. Cuando me llevaron al jardín botánico, situado en un extremo de la población, no pude evitar un grito de admiración. Una extensa bahía se extendía ante mis ojos hasta el horizonte, entre dos costas lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el centro de esa inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se elevaba un monte extraño, sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El sol acababa de ocultarse, y en el horizonte aún rojizo se recortaba el perfil de ese fantástico acantilado que lleva en su cima un fantástico monumento.
Al amanecer me dirigí hacia allí. El mar esta
ba bajo como la tarde anterior y a medida que
me acercaba veía elevarse gradualmente a la sorprendente abadía. Luego de varias horas de
marcha, llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima se halla la pequeña población
dominada por la gran iglesia. Después de subir por la calle estrecha y empinada, penetré en
la más admirable morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una ciudad,
con numerosos recintos de techo bajo, como aplastados por bóvedas y galerías superiores
sostenidas por frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un
encaje, cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por intrincadas
escaleras, que destacan en el cielo azul del día y negro de la noche sus extrañas cúpulas
erizadas de quimeras, diablos, animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí por
finos arcos labrados.
Cuando llegué a la cumbre, dije al monje que me acompañaba:
-¡Qué bien se debe estar aquí, padre!
-Es un lugar muy ventoso, señor-me respondió. Y nos pusimos a conversar mientras
mirábamos subir el mar, que avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una coraza de
acero.
El monje me refirió historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, muchas
leyendas. Una de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte aseguran que de
noche se oyen voces en la playa y después se perciben los balidos de dos cabras, una de voz
fuerte y la otra de voz débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves
marinas que se asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los pescadores rezagados juran
haber encontrado merodeando por las dunas, entre dos mareas y alrededor de la pequeña
población tan alejada del mundo, a un viejo pastor cuya cabeza nunca pudieron ver por
llevarla cubierta con su capa, y delante de él marchan un macho cabrío con rostro de
hombre y una cabra con rostro de mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin
cesar: discuten en una lengua desconocida, interrumpiéndose de pronto para balar con todas
sus fuerzas.
-¿Cree usted en eso?-pregunté al monje.
-No sé-me contestó.
Yo proseguí:
-Si existieran en la tierra otros seres diferentes de nosotros, los conoceríamos desde hace
mucho tiempo; ¿cómo es posible que no los hayamos visto usted ni yo?
-¿Acaso vemos-me respondió-la cienmilésima parte de lo que existe? Observe por ejemplo
el viento, que es la fuerza más poderosa de la naturaleza; el viento, que derriba hombres y
edificios, que arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y que arroja contra ellos a las grandes naves, el viento que mata, silba, gime y ruge, ¿acaso lo ha visto alguna vez? ¿Acaso lo puede ver? Y sin embargo existe.
Ante este sencillo razonamiento opté por callarme. Este hombre podía ser un sabio o tal vez
un tonto. No podía afirmarlo con certeza, pero me llamé a silencio. Con mucha frecuencia
había pensado en lo que me dijo.

3 de julio
Dormí mal; evidentemente, hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo mal
que yo. Ayer, al regresar, observé su extraña palidez. Le pregunté:
-¿Qué tiene, Jean?
-Ya no puedo descansar; mis noches desgastan mis días. Desde la partida del señor parece
que padezco una especie de hechizo.
Los demás criados están bien, pero temo que me vuelvan las crisis.

4 de julio
Decididamente, las crisis vuelven a empezar. Vuelvo a tener las mismas pesadillas.
Anoche sentí que alguien se inclinaba sobre mí y con su boca sobre la mía, bebía mi vida.
Sí, la bebía con la misma avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me
desperté tan extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme. Si eso se prolonga durante algunos días volveré a ausentarme.
5 de julio
¿He perdido la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño que cuando pienso en
ello pierdo la cabeza!
Había cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y luego sentí sed, bebí medio
vaso de agua y observé distraídamente que la botella estaba llena. Me acosté en seguida y
caí en uno de mis espantosos sueños del cual pude salir cerca de dos horas después con una
sacudida más horrible aún. Imagínense ustedes un hombre que es asesinado mientras
duerme, que despierta con un cuchillo clavado en el pecho, jadeante y cubierto de sangre,
que no puede respirar y que muere sin comprender lo que ha sucedido.
Después de recobrar la razón, sentí nuevamente sed; encendí una bujía y me dirigí hacia la
mesa donde había dejado la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso, pero no había una gota de agua. Estaba vacía, ¡completamente vacía! Al principio no comprendí nada, pero de pronto sentí una emoción tan atroz que tuve que sentarme o, mejor dicho, me desplomé sobre una silla. Luego me incorporé de un salto para mirar a mi alrededor. Después volví a sentarme delante del cristal trasparente, lleno de asombro y terror. Lo observaba con la mirada fija, tratando de imaginarme lo que había pasado. Mis manos temblaban. ¿Quién se había bebido el agua? Yo, yo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino yo? Entonces... yo era sonámbulo, y vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa que nos hace pensar que hay en nosotros dos seres, o que a veces un ser extraño, desconocido e invisible ánima, mientras dormimos, nuestro cuerpo cautivo que le obedece como a nosotros y más que a nosotros.
¡Ah! ¿Quién podrá comprender mi abominable angustia? ¿Quién podrá comprender la
emoción de un hombre mentalmente sano, perfectamente despierto y en uso de razón al contemplar espantado una botella que se ha vaciado mientras dormía? Y así permanecí hasta el amanecer sin atreverme a volver a la cama.

6 de julio
Pierdo la razón. ¡Anoche también bebieron el agua de la botella, o tal vez la bebí yo!

10 de julio
Acabo de hacer sorprendentes comprobaciones. ¡Decididamente estoy loco! Y sin
embargo... El 6 de julio, antes de acostarme puse sobre la mesa vino, leche, agua, pan y
fresas. Han bebido -o he bebido-toda el agua y un poco de leche. No han tocado el vino, ni
el pan ni las fresas. El 7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados. El 8 de julio
suprimí el agua y la leche, y no han tocado nada. Por último, el 9 de julio puse sobre la mesa solamente el agua y la leche, teniendo especial cuidado de envolver las botellas con lienzos de muselina blanca y de atar los tapones. Luego me froté con grafito los labios, la barba y las manos y me acosté.
Un sueño irresistible se apoderó de mí, seguido poco después por el atroz despertar. No me
había movido; ni siquiera mis sábanas estaban manchadas. Corrí hacia la mesa. Los lienzos
que envolvían las botellas seguían limpios e inmaculados. Desaté los tapones, palpitante de
emoción . ¡ Se habían bebido toda el agua y toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío!...
Partiré inmediatamente hacia París.

12 de julio
París. Estos últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido juguete de mi enervada
imaginación, salvo que yo sea realmente sonámbulo o que haya sufrido una de esas influencias comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que se llaman sugestiones. De todos modos, mi extravío rayaba en la demencia, y han bastado veinticuatro horas en París para recobrar la cordura. Ayer, después de paseos y visitas, que me han renovado y vivificado el alma, terminé el día en el Théatre-Francais. Representábase una pieza de Alejandro Dumas hijo. Este autor vivaz y pujante ha terminado de curarme. Es evidente que la soledad resulta peligrosa para las mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a nuestro alrededor a hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos solos durante mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.
Regresé muy contento al hotel, caminando por el centro. Al codearme con la multitud, pensé, no sin ironía, en mis terrores y suposiciones de la semana pasada, pues creí, sí, creí que un ser invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra razón y cuán rápidamente se extravía cuando nos estremece un hecho incomprensible.
En lugar de concluir con estas simples palabras : "Yo no comprendo porque no puedo explicarme las causas", nos imaginamos en seguida impresionantes misterios y poderes
sobrenaturales.

14 de julio
Fiesta de la República. He paseado por las calles. Los cohetes y banderas me divirtieron como a un niño. Sin embargo, me parece una tontería ponerse contento un día determinado por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a veces tonto y paciente, y otras, feroz y rebelde. Se le dice: "Diviértete". Y se divierte. Se le dice: "Ve a combatir con tu vecino". Y va a combatir. Se le dice: "Vota por el emperador". Y vota por el emperador.
Después: "Vota por la República". Y vota por la República.
Los que lo dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de obedecer a hombres se atienen a
principios, que por lo mismo que son principios sólo pueden ser necios, estériles y falsos, es decir, ideas consideradas ciertas e inmutables, tan luego en este mundo donde nada es seguro y donde la luz y el sonido son ilusorios.

16 de julio
Ayer he visto cosas que me preocuparon mucho. Cené en casa de mi prima, la señora
Sablé, casada con el jefe del regimiento 76 de cazadores de Limoges. Conocí allí a dos
señoras jóvenes, casada una de ellas con el doctor Parent que se dedica intensamente al estudio de las enfermedades nerviosas y de los fenómenos extraordinarios que hoy dan
origen a las experiencias sobre hipnotismo y sugestión.
Nos refirió detalladamente los prodigiosos resultados obtenidos por los sabios ingleses y
por los médicos de la escuela de Nancy. Los hechos que expuso me parecieron tan extraños
que manifesté mi incredulidad.
-Estamos a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza-decía
el doctor Parent-, es decir, uno de sus más impor
tantes secretos aquí en la tierra, puesto que
hay evidentemente otros secretos importantes en las estrellas. Desde que el hombre piensa,
desde que aprendió a expresar y a escribir su pensamiento, se siente tocado por un misterio
impenetrable para sus sentidos groseros e imperfectos, y trata de suplir la impotencia de
dichos sentidos mediante el esfuerzo de su inteligencia. Cuando la inteligencia permanecía
aún en un estado rudimentario, la obsesión de los fenómenos invisibles adquiría formas
comúnmente terroríficas. De ahí las creencias populares en lo sobrenatural. Las leyendas de
las almas en pena, las hadas, los gnomos y los aparecidos; me atrevería a mencionar incluso
la leyenda de Dios, pues nuestras concepciones del artífice creador de cualquier religión
son las invenciones más mediocres, estúpidas e inaceptables que pueden salir de la mente
atemorizada de los hombres. Nada es más cierto que este pensamiento de Voltaire: "Dios ha
hecho al hombre a su imagen y semejanza pero el hombre también ha procedido así con él".
Pero desde hace algo más de un siglo, parece percibirse algo nuevo. Mesmer y algunos
otros nos señalan un nuevo camino y, efectivamente, sobre todo desde hace cuatro o cinco
años, se han obtenido sorprendentes resultados.
Mi prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent le dijo:
-¿Quiere que la hipnotice, señora?
-Sí; me parece bien.
Ella se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente. De improviso, me dominó la
turbación, mi corazón latía con fuerza y sentía una opresión en la garganta. Veía cerrarse
pesadamente los ojos de la señora Sablé, y su boca se crispaba y parecía jadear. Al cabo de
diez minutos dormía.
-Póngase detrás de ella-me dijo el médico.
Obedecí su indicación, y él colocó en las manos de mi prima una tarjeta de visita al tiempo que le decía: "Esto es un espejo; ¿qué ve en él?"
-Veo a mi primo-respondió.
-¿Qué hace?
-Se atusa el bigote. -¿Y ahora?
--Saca una fotografía del bolsillo.
-¿Quién aparece en la fotografía?
-Él, mi primo.
¡Era cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa fotografía en el hotel.
-¿Cómo aparece en ese retrato?
-Se halla de pie, con el sombrero en la mano.
Evidentemente, veía en esa tarjeta de cartulina lo que hubiera visto en un espejo.
Las damas decían espantadas: "¡Basta! ¡Basta, por favor!" Pero el médico ordenó: "Usted
se levantará mañana a las ocho; luego irá a ver a su primo al hotel donde se aloja, y le pedirá que le preste los cinco mil francos que le pide su esposo y que le reclamará cuando regrese de su próximo viaje". Luego la despertó.
Mientras regresaba al hotel pensé en esa curiosa sesión y me asaltaron dudas, no sobre la insospechable, la total buena fe de mi prima a quien conocía desde la infancia como a una
hermana, sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería en su mano un espejo que
mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que la tarjeta? Los prestidigitadores
profesionales hacen cosas semejantes.
No bien regresé me acosté. Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi mucamo
y me dijo:
-La señora Sablé quiere hablar inmediatamente con el señor.
Me vestí de prisa y la hice pasar. Sentóse muy turbada y me dijo sin levantar la mirada ni quitarse el velo:
-Querido primo, tengo que pedirle un gran favor.
-¿De qué se trata, prima?
-Me cuesta mucho decirlo, pero no tengo más remedio. Necesito urgentemente cinco mil francos.
-Pero cómo, ¿tan luego usted?
-Sí, yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha encargado conseguirlos.
Me quedé tan asombrado que apenas podía balbucear mis respuestas. Pensaba que ella y el
doctor Parent se estaba burlando de mí, y que eso podía ser una mera farsa preparada de
vi en el espejo!... ¡Estaba vacío, claro, profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no
aparecía y yo estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arriba abajo. Y lo
miraba con ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un movimiento más. Sentía que él estaba allí, pero que se me escaparía otra vez, con su cuerpo
imperceptible que me impedía reflejarme en el espejo. ¡Cuánto miedo sentí! De pronto, mi
imagen volvió a reflejarse pero como si estuviese envuelta en la bruma, como si la observase a través de una capa de agua. Me parecía que esa agua se deslizaba lentamente de izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adquiría mayor nitidez. Era como el final de un eclipse. Lo que la ocultaba no parecía tener contornos precisos; era una especie de trasparencia opaca, que poco a poco se aclaraba. Por último, pude distinguirme completamente como todos los días.
¡Lo había visto! Conservo el espanto que aún me hace estremecer.

20 de agosto
¿Cómo podré matarlo si está fuera de mi alcance? ¿Envenenándolo? Pero él me verá mezclar el veneno en el agua y tal vez nuestros venenos no tienen ningún efecto sobre un cuerpo imperceptible. No... no... decididamente no. Pero entonces... ¿qué haré entonces?

21 de agosto
He llamado a un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas metálicas como las que tienen algunas residencias particulares de París, en la planta baja, para evitar los robos. Me haré además una puerta similar. Me debe haber tomado por un cobarde, pero no importa...

10 de septiembre
Ruán, Hotel Continental. Ha sucedido.. . ha sucedido... pero, ¿habrá muerto? Lo que vi me
ha trastornado.
Ayer, después que el cerrajero colocó la persiana y la puerta de hierro, dejé todo abierto hasta medianoche a pesar de que comenzaba a hacer frío. De improviso, sentí que estaba aquí y me invadió la alegría, una enorme alegría. Me levanté lentamente y caminé en cualquier dirección durante algún tiempo para que no sospechase nada. Luego me quité los botines y me puse distraídamente unas pantuflas. Cerré después la persiana metálica y regresé con paso tranquilo hasta la puerta, cerrándola también con dos vueltas de llave.
Regresé entonces hacia la ventana, la cerré con un candado y guardé la llave en el bolsillo.
De pronto, comprendí que se agitaba a mi alrededor, que él también sentía miedo, y que me
ordenaba que le abriera. Estuve a punto de ceder, pero no lo hice. Me acerqué a la puerta y
la entreabrí lo suficiente como para poder pasar retrocediendo, y como soy muy alto mi cabeza llegaba hasta el dintel. Estaba seguro de que no había podido escapar y allí lo acorralé solo, completamente solo. ¡Qué alegría! ¡Había caído en mi poder! Entonces descendí corriendo a la planta baja; tomé las dos lámparas que se hallaban en la sala situada debajo de mi habitación, y, con el aceite que contenían rocié la alfombra, los muebles, todo. Luego les prendí fuego, y me puse a salvo después de cerrar bien, con dos vueltas de llave, la puerta de entrada.
Me escondí en el fondo de mi jardín tras un macizo de laureles. ¡Qué larga me pareció la
espera! Reinaba la más completa oscuridad, gran quietud y silencio; no soplaba la menor
brisa, no había una sola estrella, nada más que montañas de nubes que aunque no se veían
hacían sentir su gran peso sobre mi alma.
Miraba mi casa y esperaba. ¡Qué larga era la espera! Creía que el fuego ya se había extinguido por sí solo o que él lo había extinguido. Hasta que vi que una de las ventanas se hacía astillas debido a la presión del incendio, y una gran llamarada roja y amarilla, larga, flexible y acariciante, ascendió por la pared blanca hasta rebasar el techo. Una luz se reflejó en los árboles, en las ramas y en las hojas, y también un estremecimiento, ¡un estremecimiento de pánico! Los pájaros se despertaban; un perro comenzó a ladrar; parecía que iba a amanecer. De inmediato, estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la planta baja de mi casa ya no era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un grito en medio de la noche, un grito de mujer horrible, sobreagudo y desgarrador, al tiempo que se abrían las ventanas de dos buhardillas. ¡Me había olvidado de los criados! ¡Vi sus rostros enloquecidos y sus brazos que se agitaban!...
Despavorido, eché a correr hacia el pueblo gritando: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!"
Encontré gente que ya acudía al lugar y regresé con ellos para ver.
La casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una gigantesca hoguera que iluminaba la La casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una gigantesca hoguera que
iluminaba la tierra, una hoguera donde ardían lo
s hombres, y él también. Él, mi prisionero,
el nuevo Ser, el nuevo amo, ¡el Horla!
De pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas ascendió
hasta el cielo. Veía esa masa de fuego por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme
horno, y pensaba que él estaría allí, muerto en ese horno... ¿Muerto? ¿Será posible? ¿Acaso
su cuerpo, que la luz atravesaba, podía destruirse por los mismos medios que destruyen
nuestros cuerpos? ¿Y si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede dominar al Ser
Invisible y Temido. ¿Para qué ese cuerpo trasparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de
Espíritu, si también está expuesto a los ma
les, las heridas, la
s enfermedades y la
destrucción prematura?
¿La destrucción prematura? ¡Todo el temor de la humanidad procede de ella! Después del
hombre, el Horla. Después de aquél que puede morir todos los días, a cualquier hora, en
cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquél que morirá solamente un día
determinado en una hora y en un minuto dete
tierra, una hoguera donde ardían los hombres, y él también. Él, mi prisionero, el nuevo Ser, el nuevo amo, ¡el Horla!
De pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas ascendió
hasta el cielo. Veía esa masa de fuego por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme horno, y pensaba que él estaría allí, muerto en ese horno... ¿Muerto? ¿Será posible? ¿Acaso su cuerpo, que la luz atravesaba, podía destruirse por los mismos medios que destruyen nuestros cuerpos? ¿Y si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede dominar al Ser Invisible y Temido. ¿Para qué ese cuerpo trasparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de Espíritu, si también está expuesto a los males, las heridas, las enfermedades y la destrucción prematura? ¿La destrucción prematura? ¡Todo el temor de la humanidad procede de ella! Después del hombre, el Horla. Después de aquél que puede morir todos los días, a cualquier hora, en cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquél que morirá solamente un día determinado en una hora y en un minuto determinado, al llegar al límite de su vida.
No... no... no hay duda, no hay duda... no ha muerto. . . entonces tendré que suicidarme. . .



El miserere, 1862, Gustavo Adolfo Bécquer (España)


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Final del formulario
Hace algunos meses que visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones.
Era un Miserere.
Yo no sé la música; pero le tengo tanta afición, que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras, que llaman llaves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.
Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue que, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo.
Esto fue sin duda lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto: Crujen… crujen los huesos, y de sus médulas han de parecer que salen los alaridos; o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y no se confunde nada, y todo es la Humanidad que solloza y gime; o la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del último versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía… ¡fuerza!… fuerza y dulzura.
-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.
El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.
Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero, y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre, y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.
Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar, puso el hermano a quien se hizo esta demanda a disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba.
-Yo soy músico -respondió el interpelado-, he nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción, y encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.
Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:
-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle a Dios misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro y en una de sus páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza ¡Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos: tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles dirán conmigo, cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre criatura.
El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante; y después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes, que formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio.
-Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído tantos, que puedo decir que los he oído todos.
-¿Todos? -dijo entonces interrumpiéndole uno de los rabadanes-. ¿A qué no habéis oído aún el Miserere de la Montaña?
-¡El Miserere de la Montaña! -exclamó el músico con aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere es ése?
-¿No dije? -murmuró el campesino; y luego prosiguió con una entonación misteriosa-. Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que como yo andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia; una historia muy antigua, pero tan verdadera como al parecer increíble. Es el caso, que en lo más fragoso de esas cordilleras, de montañas que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace ya muchos años, ¡que digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso; monasterio que, a lo que parece, edificó a sus expensas un señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de sus maldades. Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que, por lo que se verá más adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos, y de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida. Después de esta atrocidad, se marcharon los bandidos y su instigador con ellos, adonde no se sabe, a los profundos tal vez. Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada, que, después de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.
-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere?
-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-, que todo irá por partes. Dicho lo cual, siguió así su historia:
-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria es que todos los años, tal noche como la en que se consumó, se ven brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire. Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere.
Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había referido:
-¿Y decís que ese portento se repite aún?
-Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la de Jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.
-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?
-A una legua y media escasa…; pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.
-¿A dónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos, y saben lo que es morir en el pecado.
Y esto diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores.
El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.
Pasado el primer momento de estupor, exclamó el lego:
-¡Está loco!
-¡Está loco! -repitieron los pastores; y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del hogar.

II
Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco en la abadía, remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que se levantaban negras e imponentes las ruinas del monasterio.
La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.
Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que despiertos de su letargo por la tempestad sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen, o se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche, llegaban perceptibles al oído del romero que, sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.
Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.
-¡Si me habrá engañado! -pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada…, dos…, tres…, hasta once.
En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.
Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera, comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita claridad.
Parecía como un esqueleto, de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.
Un vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves, que parecía salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible.
El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.
Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David: ¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!
Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras, y penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada y solemne prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música, y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse, algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.
Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.
Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción fortísima, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetró hasta la médula de los huesos.
Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:
In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.
Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la Humanidad entera por la conciencia de sus maldades, un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.
Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:
Auditui meo dabis gaudium et lœtitiam: et exultabunt ossa humiliata.
En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y nada más oyó.

III
Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.
-¿Oísteis al cabo el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.
-Sí -respondió el músico.
-¿Y qué tal os ha parecido?
-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió dirigiéndose al abad-; un asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda; el abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella, y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba, y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento, y exclamaba:
-¡Eso es; así, así, no hay duda…, así! Y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en más de una ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros versículos y los siguientes, y hasta la mitad del Salmo, pero al llegar al último que había oído en la montaña, le fue imposible proseguir.
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores; todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.
Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.
In peccatis concepit me mater mea
Éstas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la música.
Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe si no serán una locura?
FIN




La casa del juez, 1891, Bram Stoker (Irlanda).
Próxima la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar solitario donde poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su atractivo, y también desconfiaba del aislamiento rural, pues conocía desde hacía mucho tiempo sus encantos. Lo que buscaba era un pequeño pueblo sin pretensiones donde nada le distrajera del estudio. Refrenó sus deseos de pedir consejo a algún amigo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya conocido donde, indudablemente, tendría amigos. Malcolmson deseaba evitar las amistades, y todavía tenía menos deseos de establecer contacto con los amigos de los amigos. Así que decidió buscar por sí mismo el lugar. Hizo su equipaje, tan sólo una maleta con un poco de ropa y todos los libros que necesitaba, y compró un billete para el primer nombre desconocido que vio en los itinerarios de los trenes de cercanías.
Cuando al cabo de tres horas de viaje se bajó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo bien que había conseguido borrar sus pistas para poder disponer del tiempo y la tranquilidad necesarios para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la única fonda del pequeño y soñoliento lugar, y tomó una habitación para la noche. Benchurch era un pueblo donde se celebraban regularmente mercados, y una semana de cada mes era invadido por una enorme muchedumbre; pero durante los restantes veintiún días no tenía más atractivos que los que pueda tener un desierto.
Al día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más aislada y apacible que una fonda tan tranquila como «El Buen Viajero». Sólo encontró un lugar que satisfacía realmente sus más exageradas ideas acerca de la tranquilidad. Realmente, tranquilidad no era la palabra más apropiada para aquel sitio; desolación era el único término que podía transmitir una cierta idea de su aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de construcción pesada y estilo jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más pequeñas de lo acostumbrado y situadas más alto de lo habitual en esas casas; estaba rodeada por un alto muro de ladrillos sólidamente construido. En realidad, daba más la impresión de un edificio fortificado que de una simple vivienda. Pero todo esto era lo que le gustaba a Malcolmson. «He aquí —pensó— el lugar que estaba buscando, y sólo si lo consigo me sentiré feliz.» Su alegría aumentó cuando se dio cuenta que estaba sin alquilar en aquel momento.
En la oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió mucho al saber que alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor Carnford, abogado local y agente inmobiliario, era un amable caballero de edad avanzada que confesó con franqueza el placer que le producía el que alguien desease alquilar la casa.
—A decir verdad —señaló—, me alegraría mucho, por los dueños, naturalmente, que alguien ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma gratuita, si con ello el pueblo pudiera acostumbrarse a verla habitada. Ha estado vacía durante tanto tiempo que se ha levantado una especie de prejuicio absurdo a su alrededor, y la mejor manera de acabar con él es ocuparla..., aunque sólo sea —añadió, alzando una astuta mirada hacia Malcolmson— por un estudiante como usted, que desea quietud durante algún tiempo.
Malcolmson juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del «absurdo prejuicio»; sabía que sobre aquel tema podría conseguir más información en cualquier otro lugar. Pagó pues por adelantado el alquiler de tres meses, se guardó el recibo y el nombre de una señora que posiblemente se comprometería a ocuparse de él, y se marchó con las llaves en el bolsillo. De ahí fue directamente a hablar con la dueña de la fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que pidió consejo acerca de qué clase y cantidad de víveres y provisiones necesitaría. Ella alzó las manos con estupefacción cuando él le dijo dónde pensaba alojarse.
—¡En la Casa del Juez no! —exclamó, palideciendo.
Él respondió que ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde estaba situada. Cuando hubo terminado, la mujer contestó:
—¡Sí, no cabe duda..., no cabe duda que es el mismo sitio! Es la Casa del Juez.
Entonces él le pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y qué tenía ella en contra. La mujer le contó que en el pueblo la llamaban así porque hacía muchos años (no podía decir exactamente cuántos, puesto que ella era de otra parte de la región, pero debían ser al menos unos cien o quizá más) había sido el domicilio de cierto juez que en su tiempo inspiró gran espanto a causa del rigor de sus sentencias y de la hostilidad con la que siempre se enfrentó a los acusados en su tribunal. Acerca de lo que había en contra de la casa no podía decir nada. Ella misma lo había preguntado a menudo, pero nadie la supo informar. De todos modos, el sentimiento general era que allí había algo, y ella por su parte no aceptaría ni todo el dinero del Banco de Drinkswater si a cambio se le pedía que permaneciera una sola hora a solas en la casa. Luego se excusó ante Malcolmson ante la posibilidad que sus palabras pudieran preocuparle.
—Es que esas cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un caballero tan joven, se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan solo... Si fuera hijo mío, y perdone que se lo diga, no pasaría usted allí ni una [sola] noche, aunque tuviera que ir yo misma en persona y hacer sonar la gran campana de alarma que hay en el tejado.
La pobre mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que Malcolmson, además de regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto apreciaba el interés que se tomaba por él y luego, amablemente, añadió:
—Pero mi querida señora Witham, le aseguro que no es necesario que se preocupe por mí. Un hombre que, como yo, estudia matemáticas superiores, tiene demasiadas cosas en la cabeza para que pueda molestarle ninguno de esos misteriosos «algos»; por otra parte, mi trabajo es demasiado exacto y prosaico como para permitir que algún rincón de mi mente preste atención a misterios de cualquier tipo. ¡La progresión armónica, las permutaciones, las combinaciones y las funciones elípticas son ya misterios suficientes para mí!
La señora Witham se encargó amablemente de suministrarle provisiones, y él fue en busca de la vieja que le habían recomendado para «ocuparse de él». Cuando, al cabo de unas dos horas, regresó con ella a la Casa del Juez, se encontró con la señora Witham, que le esperaba en persona, junto con varios hombres y chiquillos portadores de diversos paquetes, e incluso de una cama que habían transportado en una carreta, puesto que, como dijo ella, aunque era posible que las sillas y las mesas estuvieran todas muy bien conservadas y fueran utilizables, no era bueno ni propio de huesos jóvenes descansar en una cama que no había sido oreada desde hacía por lo menos cincuenta años.
La buena mujer sentía a todas luces curiosidad por ver el interior de la casa, y recorrió todo el lugar, pese a manifestarse tan temerosa de los «algos» que al menor ruido se aferraba a Malcolmson, del cual no se separó ni un solo instante.
Tras examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el gran comedor, que era lo suficientemente espacioso como para satisfacer todas sus necesidades; y la señora Witham, con ayuda de la señora Dempster, la asistenta, procedió a ordenar las cosas. Una vez desempaquetados los bultos, Malcolmson vio que, con mucha y bondadosa previsión, la mujer le había enviado de su propia cocina provisiones suficientes para varios días. Antes de marcharse, la mujer expresó toda clase de buenos deseos y, ya en la misma puerta, se volvió para decir:
—Quizá, señor, puesto que la habitación es grande y con muchas corrientes de aire, puede que no le venga mal instalar uno de esos biombos grandes alrededor de la cama por la noche... Pero, laverdad sea dicha, yo me moriría de miedo si tuviera que quedarme aquí encerrada con toda esa clase de..., ¡de «cosas» que asomarán sus cabezas por los lados o por encima del biombo y se pondrán a mirarme!
La imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó precipitadamente.
La señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó un despectivo resoplido cuando se hubo ido la otra mujer y afirmó categóricamente que ella por su parte no se sentía en absoluto inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del mundo.
—Le diré a usted lo que pasa, señor —dijo—. Los duendes son toda clase de cosas..., ¡menos duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego se caen solos en medio de la noche. ¡Observe el zócalo de la habitación! ¡Es viejo..., tiene cientos de años! ¿Cree usted que no va a haber ratas y escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿E imagina usted que no va a verlos? ¡Claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes son las ratas..., ¡y no crea otra cosa!
—Señora Dempster —dijo gravemente Malcolmson con una pequeña inclinación de cabeza—, ¡sabe usted más que un catedrático de matemáticas! Permítame decirle que, en señal de mi estima hacia su indudable salud mental, cuando me vaya le daré la posesión de esta casa y le permitiré que resida aquí usted sola durante los dos últimos meses de mi alquiler, puesto que las cuatro primeras semanas bastarán para mis propósitos.
—¡Muchas gracias por su amabilidad, señor! —respondió ella—. Pero no puedo dormir ni una noche fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de Caridad Greenhow, y si pasara una sola noche fuera de mis habitaciones perdería todos los derechos de seguir viviendo allí. La reglas son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una vacante para que yo me decida a correr el menor riesgo. Si no fuera por esto, señor, vendría con mucho gusto a dormir aquí para atenderle durante su estancia.
—Mi buena señora —dijo apresuradamente Malcolmson—, he venido aquí con el propósito de estar solo, y créame que le estoy profundamente agradecido al difunto señor Greenhow por haber organizado su casa de caridad, o lo que sea, de forma tan admirable que me vea privado por la fuerza de la oportunidad de tan terrible tentación. ¡San Antonio en persona no habría podido ser más rígido al respecto!
La vieja se rió secamente.
—¡Ah! —dijo—, ustedes los señoritos jóvenes no se asustan de nada. Puede estar seguro que encontrará aquí toda la soledad que desea.
Y se puso a trabajar en la limpieza y, al anochecer, cuando Malcolmson regresó de dar su paseo (siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras paseaba), se encontró con la habitación barrida y aseada, un fuego ardiendo en la chimenea y la mesa servida para la cena con las excelentes provisiones de la señora Witham.
—¡Esto sí es comodidad! —dijo mientras se frotaba las manos.
Tras terminar de cenar y poner la bandeja con los restos de la cena al otro extremo de la gran mesa de roble, volvió a sus libros: echó más leña al fuego, despabiló la lámpara y se sumergió en su duro trabajo. No hizo ninguna pausa hasta más o menos las once, cuando suspendió su tarea durante unos momentos para avivar el fuego y despabilar de nuevo la lámpara y hacerse una taza de té.
Siempre había sido muy aficionado al té; durante toda su vida universitaria solía quedarse estudiando hasta muy tarde, y siempre tomaba té y más té hasta que dejaba de estudiar. El descanso era un lujo para él, y lo disfrutaba con una sensación de delicioso y voluptuoso desahogo. El fuego reavivado saltó y chisporroteó y proyectó extrañas sombras en la vasta y antigua habitación y, mientras tomaba a sorbos el té caliente, gozó con la sensación de aislamiento de sus semejantes. Fue entonces cuando notó por primera vez el ruido que hacían las ratas.
«Seguro que no han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado estudiando —pensó—. ¡De lo contrario me hubiera dado cuenta!» Luego, mientras el ruido iba en aumento, se tranquilizó diciéndose que aquellos rumores eran realmente nuevos. Resultaba evidente que al principio las ratas se habían asustado por la presencia de un extraño y por la luz del fuego y de la lámpara, pero a medida que transcurría el tiempo se habían ido volviendo más atrevidas, y ya se hallaban entretenidas de nuevo en sus ocupaciones habituales.
¡Y eran realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás del zócalo que revestía la pared, por encima del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían, bullían, roían y arañaban!
Malcolmson sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: «los duendes son las ratas y las ratas son los duendes». El té empezaba a hacer su efecto estimulante sobre nervios e intelecto, y el estudiante vio con alegría que tenía ante sí una nueva inmersión en el largo hechizo del estudio antes que terminase la noche, cosa que le proporcionó tal sensación de comodidad que se permitió el lujo de echar un ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en una mano y recorrió la estancia, preguntándose por qué una casa tan original y hermosa como aquélla había permanecido abandonada durante tanto tiempo. Los paneles de roble que recubrían las paredes estaban finamente labrados, y el trabajo en madera de puertas y ventanas era hermoso y de raro mérito. Había algunos cuadro viejos en las paredes, pero estaban tan densamente cubiertos de polvo y suciedad que no pudo distinguir ningún detalle a pesar que levantó la lámpara todo lo posible para iluminarlos. Aquí y allá, en su recorrido, topó con alguna grieta o agujero bloqueados por un momento por la cabeza de una rata, cuyos brillantes ojos relucían a la luz, pero al instante la cabeza desaparecía, con un chillido y un rumor de huida. Sin embargo, lo que más intrigó a Malcolmson fue la cuerda de la gran campana de alarma del tejado, que colgaba en un rincón de la estancia, a la derecha de la chimenea. Arrastró hasta cerca del fuego una gran silla de roble tallado y respaldo alto y se sentó para tomar su última taza de té. Cuando hubo terminado, avivó el fuego y volvió a su trabajo, sentado en la esquina de la mesa, con el fuego a su izquierda. Durante un buen rato las ratas perturbaron su estudio con su continuo rebullir, pero acabó por acostumbrarse al ruido, del mismo modo que uno se acostumbra al tic-tac de un reloj o al rumor de un torrente; y así se sumergió de tal forma en el trabajo que nada en el mundo, excepto el problema que estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer mella en él.
Pero de pronto, sin haber conseguido resolverlo aún, levantó la cabeza: en el aire notó esa sensación tan peculiar que precede al amanecer y que tan temible resulta para los que llevan vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado. Desde luego, tenía la impresión que había cesado hacía tan sólo unos instantes, y que precisamente había sido este repentino silencio lo que le había obligado a levantar la cabeza. El fuego se había ido apagando, pero todavía arrojaba un profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección, y a pesar de toda su sang froid, sufrió un sobresalto.
Allí, sobre la silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de la chimenea, había una enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un gesto para ahuyentarla, pero la rata no se movió. Ante lo cual hizo ademán de arrojarle algo. Tampoco se movió, sino que le mostró encolerizada sus grandes dientes blancos; a la luz de la lámpara, sus crueles ojillos brillaban con una luz de venganza.
Malcolmson se asombró, y, tomando el atizador de la chimenea, corrió hacia la rata para matarla. Pero antes que pudiera golpearla, ésta, con un chillido que parecía concentrar todo su odio, saltó al suelo y, trepando por la cuerda de la campana de alarma, desapareció en la oscuridad donde no llegaba el resplandor de la lámpara, tamizado por una pantalla verde. Al instante, y eso fue lo más extraño, el ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de roble se reanudó.
Esta vez Malcolmson no consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero, cuando el gallo cantó afuera anunciando la llegada del alba, se fue a la cama a descansar.
Durmió tan profundamente que ni siquiera se despertó cuando llegó la señora Dempster para arreglar la habitación. Sólo lo hizo cuando la mujer, una vez barrida la estancia y preparado el desayuno, golpeó discretamente en el biombo que ocultaba la cama. Aún se sentía un poco cansado de su duro trabajo nocturno, pero una cargada taza de té lo despejó pronto y, tomando un libro, salió a dar su paseo matutino, llevándose consigo unos bocadillos por si no le apetecía volver hasta la hora de la cena. Encontró un sendero apacible entre los olmos, y allí pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace. A su regreso pasó a saludar a la señora Witham y a darle las gracias por su amabilidad. Cuando ella le vio llegar a través de una ventana de su sanctasanctórum, emplomada con rombos de vidrios de colores, salió a la calle a recibirle y le pidió que pasase. Una vez dentro, le miró inquisitivamente y negó con la cabeza al tiempo que decía:
—No debe trabajar tanto, señor. Esta mañana está usted más pálido que otras veces. Estar despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el cerebro no es bueno para nadie. Pero dígame, señor, ¿cómo ha pasado la noche? Espero que bien. ¡No sabe cuánto me alegré cuando la señora Dempster me dijo esta mañana que le había encontrado tan profundamente dormido cuando llegó!
—Oh, sí, todo ha sido estupendo —repuso él con una sonrisa—; todavía no me han molestado los «algos». Sólo las ratas. Tienen montado un auténtico circo por todo el lugar. Había una, de aspecto diabólico, que hasta se atrevió a subirse a mi propia silla, junto al fuego, y no se habría marchado de no haberla yo amenazado con el atizador; entonces trepó por la cuerda de la campana de alarma y desapareció allá arriba, por encima de las paredes o el techo; no pude verlo bien debido a la oscuridad.
—¡Dios nos asista! —exclamó la señora Witham—. ¡Un viejo diablo, y sobre una silla junto al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho cuidado! A veces hay cosas muy verdaderas que se dicen en broma.
—¿Qué quiere usted decir? Palabra que no la comprendo.
—¡Un viejo diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Oh, señor, no se ría usted! —pues Malcolmson había estallado en una franca carcajada—. Ustedes, la gente joven, creen que es muy fácil reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa, señor! ¡No haga caso! Quiera Dios que pueda usted continuar riendo todo el tiempo. ¡Eso es lo que le deseo!
Y la buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento todos sus temores.
—¡Oh, perdóneme! —dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es que la cosa me ha hecho gracia..., eso que el viejo diablo en persona estaba anoche sentado en mi silla...
Y al recordarlo se rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar.
Aquella noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda seguridad se había iniciado ya antes de su regreso, y sólo dejó de oírse unos momentos mientras les duró el susto causado por su imprevista llegada. Después de cenar se sentó un momento junto al fuego a fumar y, tras limpiar la mesa, empezó de nuevo su trabajo como otras veces. Pero esa noche las ratas le distraían más que la anterior. ¡Cómo correteaban de arriba abajo, por detrás y por encima! ¡Cómo chillaban, roían y arañaban! ¡Y cómo, más atrevidas a cada instante, se asomaban a las bocas de sus agujeros y por todas las grietas y resquebrajaduras del zócalo, con sus ojillos brillantes como lámparas diminutas cuando se reflejaba en ellos el fulgor del fuego! Pero para el estudiante, habituado sin duda a ellos, esos ojos no tenían nada de siniestro; por el contrario, sólo veía en ellos un aire travieso y juguetón.
A menudo, las más atrevidas hacían incursiones por el suelo o a lo largo de las molduras de la pared.
Una y otra vez, cuando empezaban a molestarle demasiado, Malcolmson hacía un ruido para asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero «Ssssh, ssssh» para que huyesen inmediatamente a sus escondrijos.
Así transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido, Malcolmson fue sumergiéndose cada vez más en el estudio.
De repente, alzó la vista, como la noche anterior, dominado por una súbita sensación de silencio. No se oía ni el más leve ruido de roer, chillar o arañar. Era un silencio de tumba. Entonces recordó el extraño suceso de la noche anterior, e instintivamente miró a la silla que había junto a la chimenea. Una extraña sensación recorrió entonces todo su cuerpo.
Allá, al lado de la chimenea, en la gran silla de roble tallado de respaldo alto, estaba la misma enorme rata mirándole fijamente con unos ojillos fúnebres y malignos. Instintivamente tomó el objeto que tenía más al alcance de su mano, unas tablas de logaritmos, y se lo arrojó. El libro fue mal dirigido y la rata ni se movió; así que tuvo que repetir la escena del atizador de la noche anterior; y de nuevo la rata, al verse estrechamente cercada, huyó trepando por la cuerda de la campana de alarma. También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese seguida inmediatamente por la reanudación del ruido de la comunidad. En esta ocasión, como en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de la estancia desapareció el animal, pues la pantalla de su lámpara dejaba en sombras la parte superior de la habitación y el fuego brillaba mortecino.
Miró su reloj y observó que era casi medianoche y, no descontento del divertissement, avivó el fuego y se preparó una taza de té. Había trabajado perfectamente sumergido en el hechizo del estudio y se creyó merecedor de un cigarrillo; así pues, se sentó en la gran silla de roble tallado junto a la chimenea y fumó con delectación. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le gustaría saber por dónde lograba meterse el animal, ya que empezaba a acariciar la idea de poner en práctica al día siguiente algo relacionado con una ratonera. En previsión de ello, encendió otra lámpara y la colocó de forma que iluminase bien el rincón derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos los libros que tenía, colocándolos al alcance de la mano para arrojárselos al animal si llegaba el caso. Finalmente, levantó la cuerda de la campana de alarma y colocó su extremo inferior encima de la mesa, pisándolo con la lámpara. Cuando tomó la cuerda en sus manos no pudo por menos que notar lo flexible que era, sobre todo teniendo en cuenta su grosor y el tiempo que llevaba sin usar.
«Se podría colgar a un hombre de ella», pensó para sí. Terminados sus preparativos, miró a su alrededor y exclamó, satisfecho:
—¡Ahora, amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!
Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido que hacían las ratas, pronto se abandonó por completo a sus proposiciones y problemas.
De nuevo fue reclamado de pronto por su alrededor. Esta vez no fue sólo el repentino silencio lo que llamó su atención; había, además, un ligero movimiento de la cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, comprobó que la pila de libros estuviese al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a lo largo de la cuerda. Pudo observar que la gran rata se dejaba caer desde la cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un libro con la mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se lo lanzó. La rata, con un rápido movimiento, saltó de costado y esquivó el proyectil. Tomó entonces un segundo y luego un tercero, y se los lanzó uno tras otro, pero sin éxito. Por fin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un nuevo libro, la rata chilló y pareció asustada. Esto aumentó más aún su deseo de dar en el blanco; el libro voló, y alcanzó a la rata con un golpe resonante. El animal lanzó un chillido terrorífico y, echando a su perseguidor una mirada de terrible malignidad, trepó por el respaldo de la silla, desde cuyo borde superior saltó hasta la cuerda de la campana de alarma, por la cual subió con la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó bajo el repentino tirón, pero era pesada y no llegó a caerse.
Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la vio, gracias a la luz de la segunda lámpara, saltar a una moldura del zócalo y desaparecer por un agujero en uno de los grandes cuadros colgados de la pared, indescifrable bajo la espesa capa de polvo y suciedad.
—Mañana le echaré una ojeada a la vivienda de mi amiga —dijo en voz alta el estudiante, mientras recogía los volúmenes tirados por el suelo—. El tercer cuadro partir de la chimenea: no lo olvidaré. —Tomó los libros uno a uno, haciendo un comentario sobre ellos mientras iba leyendo sus títulos—. Secciones cónicas no la rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloideas, ni los Principia, ni los Cuaternios, ni la Termodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó! —Malcolmson lo tomó del suelo y miró el título y, al hacerlo, se sobresaltó y una súbita palidez cubrió su rostro. Miró a su alrededor, inquieto, y se estremeció levemente mientras murmuraba para sí—: ¡La Biblia que me dio mi madre!
¡Qué extraña coincidencia!
Volvió a sentarse y reanudó su trabajo; las ratas del zócalo volvieron a sus cabriolas. Sin embargo, ahora no le molestaban; al contrario, su presencia le proporcionaba una cierta sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse en el estudio y, después de intentar inútilmente dominar el tema que tenía entre manos, lo dejó con desesperación y fue a acostarse, justo cuando el primer resplandor del amanecer penetraba furtivamente por la ventana que daba al este.
Durmió pesadamente pero inquieto, y soñó mucho; cuando le despertó la señora Dempster, ya muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal, y durante algunos minutos no pareció darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su primer encargo sorprendió bastante a la criada.
—Señora Dempster, cuando me ausente hoy de casa quiero que tome la escalera, saque el polvo y limpie bien todos esos cuadros..., especialmente el tercero a partir de la chimenea. Quiero ver qué hay en ellos.
Hasta bien entrada la tarde estuvo Malcolmson estudiando a la sombra de los árboles; a medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones mejoraban progresivamente y fue volviendo al alegre optimismo del día anterior. Ya había conseguido solucionar satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces le habían eludido, y se encontraba en un estado tal de euforia que decidió hacer una visita a la señora Witham en «El Buen Viajero». La encontró en su confortable cuarto de estar, acompañada por un desconocido que le fue presentado como el doctor Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a gusto, y esto, unido a que el hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una serie de preguntas, hizo pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era casual, así que dijo sin ambages:
—Doctor Thornhill, contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera hacerme, si primero me contesta usted a una que deseo hacerle yo.
El doctor pareció sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento:
—¡De acuerdo! ¿De qué se trata?
—¿Le pidió a usted la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?
El doctor Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora Witham enrojeció
vivamente y volvió la cara hacia otro lado; sin embargo, el doctor era un hombre sincero e inteligente y no dudó en contestar con franqueza:
—Así fue, en efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que han sido mi torpeza y mi apresuramiento los que le han hecho sospechar. Pero en fin, lo que me dijo fue que no le gustaba la idea que estuviese usted en esa casa completamente solo, y tomando tanto té y tan cargado. Deseaba que yo le aconsejase que dejara el té y no se quedara a estudiar hasta tan tarde. Yo también fui un buen estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita tomarme la libertad de darle un consejo sin ánimo de ofenderle, puesto que no le hablo como un extraño, sino como un universitario puede hablarle a otro.
Malcolmson le tendió la mano con una radiante sonrisa.
—¡Choque esos cinco!, como dicen en Norteamérica —exclamó—. Le agradezco mucho su interés, y también a la señora Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en la misma moneda.
Prometo no volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted me autorice. Y esta noche me iré a la cama a la una de la madrugada lo más tarde. ¿De acuerdo?
—Estupendo —dijo el médico—. Y ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo caserón.
Malcolmson relató con todo detalle lo sucedido en las dos últimas noches. Fue interrumpido de vez en cuando por las exclamaciones de la señora Witham, hasta que finalmente, al llegar al episodio de la Biblia, toda la emoción reprimida de la mujer halló salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le administró un buen vaso de coñac con agua no se repuso. El doctor Thornhill lo escuchó todo con expresión de creciente gravedad, y cuando el relato llegó a su fin y la señora Witham quedó tranquila preguntó:
—¿La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma?
—Sí, siempre.
—Supongo que ya sabrá usted —dijo el doctor tras una pausa— qué es esa cuerda.
—¡No!
—Es —dijo el doctor lentamente— la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.
Al llegar a este punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la señora Witham, y hubo que poner otra vez en juego los medios para que volviera a recobrarse. Malcolmson, tras consultar su reloj, observó que ya era casi hora de cenar y se marchó a su casa tan pronto como ella se hubo recobrado.
Cuando la señora Witham volvió totalmente en sí, asaetó al doctor Thornhill con coléricas preguntas acerca de qué pretendía metiendo aquellas horribles ideas en la cabeza del pobre joven.
—Ya tiene allí demasiadas preocupaciones —añadió.
El doctor Thornhill respondió:
—¡Mi querida señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era atraer su atención hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Es posible que se halle en un estado de gran sobreexcitación, por haber estudiado demasiado o por lo que sea, pero de todas formas me veo obligado a reconocer que parece un joven tan sano y fuerte mental y corporalmente como el que más.
Pero luego están las ratas..., y esa sugerencia del diablo... —El doctor agitó la cabeza y prosiguió—: Me habría ofrecido a ir a pasar la noche con él, pero estoy seguro que eso le hubiera humillado.
Parece que por la noche sufre algún tipo de extraño terror o alucinación, y de ser así deseo que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso nos servirá de aviso y podremos llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Esta noche me mantendré despierto hasta muy tarde y tendré los oídos bien abiertos. No se alarme usted, señora Witham, si Benchurch recibe una sorpresa antes de mañana.
—Oh, doctor, ¿qué quiere usted decir?
—Exactamente esto: es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche oigamos la gran campana de alarma de la Casa del Juez.
Y el doctor hizo un mutis tan efectista como se podía esperar.
Cuando Malcolmson llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que de costumbre y que la señora Dempster ya se había marchado: las reglas de la Casa de Caridad Greenhow no eran de desdeñar. Se alegró mucho de ver que el lugar estaba limpio y reluciente, un alegre fuego ardía en la chimenea y la lámpara estaba bien despabilada. La tarde era muy fría para el mes de abril, y soplaba un pesado viento con una violencia que crecía tan rápidamente que podía esperarse una buena tormenta para la noche. El ruido que hacían las ratas cesó durante unos pocos minutos tras su llegada, pero tan pronto como se volvieron a acostumbrar a su presencia lo reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso rumor había algo que le hacía sentirse acompañado.
Sus pensamientos retrocedieron hasta el extraño hecho que las ratas sólo dejaban de manifestarse cuando aquella otra rata (la gran rata de ojillos fúnebres) entraba en escena. Sólo estaba encendida la lámpara de lectura, cuya pantalla verde mantenía en sombras el techo y la parte superior de la estancia, de tal modo que la alegre y rojiza luz de la chimenea se extendía cálida y agradable por el pavimento y brillaba sobre el blanco mantel que cubría la mesa. Malcolmson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu alegre. Después de cenar y fumar un cigarrillo se entregó firmemente a su trabajo, decidido a que nada le distrajese, pues recordaba la promesa hecha al doctor y quería aprovechar de la mejor manera posible el tiempo que disponía.
Durante más de una hora trabajó sin problemas, y luego sus pensamientos empezaron a desprenderse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales circunstancias en las que se hallaba y la llamada de atención sobre su salud nerviosa no eran algo que pudiera despreciar. Por aquel entonces, el viento se había convertido ya en un vendaval, y el vendaval en una tormenta. La vieja casa, pese a su solidez, parecía estremecerse desde sus cimientos, y la tormenta rugía y bramaba a través de las múltiples chimeneas y los viejos gabletes, produciendo extraños y aterradores sonidos en los pasillos y las estancias vacías. Incluso la gran campana de alarma del tejado debía estar sufriendo los embates del viento, pues la cuerda subía y bajaba levemente, como si la campana estuviera moviéndose un poco, y el extremo inferior de la flexible cuerda azotaba el suelo de roble con un ruido duro y hueco.
Al escucharlo, Malcolmson recordó las palabras del doctor: «Es la cuerda que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.» Se acercó al rincón de la chimenea y la tomó entre sus manos para contemplarla. Parecía sentir como una especie de morboso interés por ella, y mientras la estaba observando se perdió un momento en conjeturas sobre quiénes habrían sido esas víctimas y sobre el lúgubre deseo del juez de tener siempre ante su vista una reliquia tan macabra.
Mientras permanecía allí, el suave balanceo de la campana del tejado había seguido comunicando a la cuerda cierto movimiento, pero ahora, de pronto, empezó a notar una nueva sensación, una especie de temblor en la cuerda, como si algo se estuviera moviendo a lo largo de ella.
Levantó instintivamente la vista y vio a la enorme rata que, lentamente, bajaba hacia él mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con brusquedad, mascullando una maldición; la rata dio la vuelta, trepó de nuevo por la cuerda y desapareció; y en ese instante Malcolmson se dio cuenta que el ruido de las ratas, que había cesado hacía un momento, volvía a comenzar.
Todo esto le dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la madriguera de la rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió la otra lámpara, que no tenía pantalla, y levantándola se situó frente al tercer cuadro a la derecha de la chimenea, que era por donde había visto desaparecer a la rata la noche anterior.
A la primera ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer la lámpara, y una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas entrechocaron, pesadas gotas de sudor perlaron su frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y animoso, y consiguió armarse nuevamente de valor; tras una pausa de unos segundos avanzó lentamente unos pasos, alzó la lámpara y examinó el cuadro, que una vez desempolvado y limpio era ya claramente distinguible.
Era el retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte y despiadado, maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz ganchuda de rojizo color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto de la cara era de un color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían una expresión terriblemente maligna. Contemplándolos, Malcolmson sintió frío, pues en ellos vio una réplica exacta a los ojos de la enorme rata. Casi se le cayó la lámpara de la mano cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres desde el agujero de la esquina del cuadro y notó el repentino cese del ruido de las demás. Pese a ello, volvió a reunir todo su valor y continuó examinando la pintura.
El juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto, a la derecha de una chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo una cuerda que yacía con su extremo inferior enrollado en el suelo. Con una sensación de horror, Malcolmson reconoció en esa escena la habitación donde se hallaba ahora, y miró despavorido a su alrededor, como esperando hallar alguna extraña presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que formaba la chimenea y, lanzando un grito desgarrado, dejó caer la lámpara que llevaba en la mano.
Allí, en la silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado aquella enorme rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora diabólicamente intensa. Excepto el ulular de la tormenta, todo mantenía un completo silencio.
La lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Por fortuna, era de metal y el aceite no se derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de inmediato serenó sus aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se secó el sudor y meditó un momento.
—Esto no puede ser —se dijo en voz alta—. Si sigo así voy a volverme loco. ¡Basta ya! Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis nervios han debido llegar a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note. Nunca en mi vida me he encontrado mejor. Pero ahora todo vuelve a ir bien, no volveré a comportarme como un necio.
Se preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su estudio. Llevaba así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro, atraído por el súbito silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la lluvia golpeaba en ráfagas los cristales de las ventanas como si fuera granizo; en el interior de la casa, sin embargo, no se oía nada, excepto el eco del viento bramando por la gran chimenea como un arrullo de la tormenta. El fuego casi se había apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor rojizo. Malcolmson escuchó con atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido, casi inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el estudiante pensó que debía producirlo el roce de la cuerda contra el suelo cuando el balanceo de la campana la hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar hacia allí, observó sorprendido que la rata, agarrada a la cuerda, la estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por completo; se podía ver un color más claro en el punto donde las hebras internas habían quedado al descubierto. Mientras observaba, la tarea quedó completada y la cuerda cayó con un chasquido sobre el piso de roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata permanecía colgada, como una monstruosa borla o campanilla, del cabo superior, que empezó a balancearse a uno y otro lado. Malcolmson sintió por un momento otra oleada brusca de terror al darse cuenta que la posibilidad de comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio había quedado cortada, pero este sentimiento fue reemplazado en seguida por una intensa cólera y, agarrando el libro que estaba leyendo, lo arrojó contra la rata. El tiro iba bien dirigido, pero antes que el proyectil pudiera alcanzarla, la rata se dejó caer y aterrizó en el suelo con un blando ruido. Malcolmson se abalanzó al instante sobre ella, pero el animal salió disparado y desapareció en las sombras de la estancia.
Malcolmson comprendió que el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y decidió alterar la monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la pantalla de la lámpara para conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al hacerlo, se disiparon las tinieblas de la parte superior de la estancia, y ante aquella invasión de luz, cegadora en comparación con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared destacaron limpiamente. Desde donde estaba Malcolmson pudo ver, justo frente a él, el tercero a la derecha de la chimenea. Se frotó con sorpresa los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirle.
En el centro del cuadro había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se veía el lienzo pardo tan limpio como cuando fue colocado en el bastidor. El fondo del cuadro estaba como antes, con la silla, el rincón de la chimenea y la cuerda, pero la figura del juez había desaparecido.
Malcolmson estremecido de terror, fue girando lentamente, y entonces empezó a estremecerse y a temblar como afectado por un ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían haberle abandonado, dejándole incapaz de hacer el menor movimiento, incluso casi incapaz de pensar. Sólo podía ver y oír.
Allí, en la gran silla de roble de alto respaldo, estaba sentado el juez, con su atuendo de púrpura y armiño, los fúnebres ojos brillando vengativos, una sonrisa de triunfo en la boca, firme y cruel, mientras sostenía en sus manos un negro birrete. Malcolmson notó que la sangre huía de su corazón, como lo que se siente en los momentos de prolongada ansiedad. Le silbaban los oídos. Sin embargo, podía oír el bramar y el aullar de la tempestad y, atravesándola, deslizándose sobre ella, le llegaron las campanadas de medianoche, en grandes repiques, desde la plaza del mercado. Durante un tiempo que se le antojó interminable permaneció inmóvil como una estatua, casi sin respiración, con los ojos desorbitados, heridos de horror. A medida que iba sonando el reloj se intensificaba la sonrisa de triunfo en la cara del juez, y cuando hubo sonado la última campanada de medianoche se colocó el negro birrete en la cabeza.
Lenta, deliberadamente, el juez se levantó de su asiento y tomó el trozo de cuerda que yacía en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto le produjese placer, y luego empezó a anudar uno de sus extremos. Apretó y comprobó el nudo con el pie, tirando fuertemente de él hasta quedar satisfecho, y entonces lo transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano. Después empezó a moverse a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se encontraba Malcolmson, con la mirada fija en él, hasta que le rebasó; entonces, con un rápido movimiento, se colocó ante la puerta. Malcolmson empezó a darse cuenta en ese momento que había caído en una trampa, e intentó pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en los ojos del juez que no se apartaban de él, y cuya mirada Malcolmson se veía forzado a sostener. Vio que el juez se le aproximaba (sin dejar de mantenerse entre la puerta y el joven), levantaba el lazo y lo arrojaba en su dirección, como para capturarle. Con un gran esfuerzo hizo un rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su lado y la oyó golpear contra el suelo de roble. De nuevo levantó el nudo el juez y trató de cazarle, sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el estudiante consiguió evitarlo haciendo un poderoso esfuerzo.
Esto se repitió muchas veces, sin que el juez pareciera desanimarse por sus fracasos, sino más bien gozar con ellos, como un gato con un ratón. Por fin, en la cumbre de su desesperación, Malcolmson arrojó una rápida mirada a su alrededor. La lámpara parecía reavivada y una brillante luz inundaba la estancia. En las numerosas madrigueras y en las grietas y agujeros del zócalo vio los ojos de las ratas; y esta visión, puramente física, le proporcionó un destello de bienestar. Miró y pudo darse cuenta que la cuerda de la gran campana de alarma estaba plagada de ratas. Cada centímetro estaba cubierto de ellas, cada vez salían más a través del pequeño agujero circular del techo de donde emergían, de tal modo que, bajo su peso, la campana empezaba a oscilar.
Osciló hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero apenas había comenzado su vaivén, y poco a poco iría aumentando la potencia del tañido.
Al oírlo, el juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcolmson, los levantó, y un gesto de diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos relucieron como carbones encendidos y golpeó el suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció estremecer toda la casa. El pavoroso estruendo de un trueno estalló sobre sus cabezas al mismo tiempo que el juez volvía a levantar el lazo y las ratas seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si luchasen contra el tiempo. Pero esta vez, en lugar de arrojarlo, se fue acercando a su víctima, y fue abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al llegar frente al estudiante pareció irradiar algo paralizante con su sola presencia, y Malcolmson, permaneció rígido como un cadáver. Sintió sobre su garganta los helados dedos del juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces el juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del muchacho, lo levantó, colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y tomó el extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzar la mano, las ratas huyeron, chillando, por el agujero del techo. Tomando el extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcolmson, lo ató a la cuerda que colgaba de la campana y entonces, descendiendo de nuevo al suelo, quitó la silla.
Al comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó de inmediato un gran gentío. Aparecieron luces y antorchas y, silenciosamente, la multitud se encaminó presurosa hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta, pero nadie respondió. Entonces la echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el doctor iba a la cabeza de todos.
El cuerpo del estudiante se balanceaba del extremo de la cuerda de la gran campana de alarma; en el cuadro, el rostro del juez mostraba una sonrisa maligna.




Mi suicidio, 1898, Emilia Pardo Bazán (España)

Muerta ella; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba que aún me parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo, ¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi luz, mi regocijo, mi ilusión, mi delicia toda..., y desaparecer así, de súbito, arrebatada en la flor de su juventud y de su seductora belleza, era tanto como decirme con melodiosa voz, la voz mágica, la voz que vibraba en mi interior produciendo acordes divinos: Pues me amas, sígueme.

¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, a la altura de mi dolor, y el remedio para el eterno abandono a que me condenaba la adorada criatura huyendo a lejanas regiones.
Seguirla, reunirme con ella, sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre... y estrecharla delirante, exclamando: Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin ti? Mira cómo he sabido buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe poder alguno de la tierra ni del cielo.

Determinado a realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel mismo aposento donde se deslizaron insensiblemente tantas horas de ventura, medidas por el suave ritmo de nuestros corazones... Al entrar olvidé la desgracia, y me pareció que ella, viva y sonriente, acudía como otras veces a mi encuentro, levantando la cortina para verme más pronto, y dejando irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus mejillas el arrebol de la felicidad.

Allí estaba el amplio sofá donde nos sentábamos tan juntos como si fuese estrechísimo; allí la chimenea hacia cuya llama tendía los piececitos, y a la cual yo, envidioso, los disputaba abrigándolos con mis manos, donde cabían holgadamente; allí la butaca donde se aislaba, en los cortos instantes de enfado pueril que duplicaban el precio de las reconciliaciones; allí la gorgona de irisado vidrio de Salviati, con las últimas flores, ya secas y pálidas, que su mano había dispuesto artísticamente para festejar mi presencia... Y allí, por último, como maravillosa resurrección del pasado, inmortalizando su adorable forma, ella, ella misma... es decir, su retrato, su gran retrato de cuerpo entero, obra maestra de célebre artista, que la representaba sentada, vistiendo uno de mis trajes preferidos, la sencilla y airosa funda de blanca seda que la envolvía en una nube de espuma.

Y era su actitud familiar, y eran sus ojos verdes y lumínicos que me fascinaban, y era su boca entreabierta, como para exclamar, entre halago y represión, el ¡qué tarde vienes! de la impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se ceñían a mi cuello como la ola al tronco del náufrago, y era, en suma, el fidelísimo trasunto de los rasgos y colores, al través de los cuales me había cautivado un alma; imagen encantadora que significaba para mí lo mejor de la existencia... Allí, ante todo cuanto me hablaba de ella y me recordaba nuestra unión; allí, al pie del querido retrato, arrodillándome en el sofá, debía yo apretar el gatillo de la pistola inglesa de dos cañones (que lleva en su seno el remedio de todos los males y el pasaje para arribar al puerto donde ella me aguardaba). Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie: los cerraría mirándola, y volvería a abrirlos, viéndola no ya en pintura, sino en espíritu...

La tarde caía; y como deseaba contemplar a mi sabor el retrato, al apoyar en la sien el cañón de la pistola, encendí la lámpara y todas las bujías de los candelabros. Uno de tres brazos había sobre el secrétaire de palo de rosa con incrustaciones, y al acercar al pábilo el fósforo, se me ocurrió que allí dentro estarían mis cartas, mi retrato, los recuerdos de nuestra dilatada e íntima historia. Un vivaz deseo de releer aquellas páginas me impulsó a abrir el mueble.

Es de advertir que yo no poseía cartas de ella: las que recibía las devolvía una vez leídas, por precaución, por respeto, por caballerosidad. Pensé que acaso ella no había tenido valor para destruirlas, y que de los cajoncitos del secrétaire volvería a alzarse su voz insinuante y adorada, repitiendo las dulces frases que no habían tenido tiempo de grabarse en mi memoria. No vacilé (¿vacila el que va a morir?) en descerrajar con violencia el primoroso mueblecillo. Saltó en astillas la cubierta y metí la mano febrilmente en los cajoncitos, revolviéndolos ansioso.

Sólo en uno había cartas. Los demás los llenaban cintas, joyas, dijecillos, abanicos y pañuelos perfumados. El paquete, envuelto en un trozo de rica seda brochada, lo tomé muy despacio, lo palpé como se palpa la cabeza del ser querido antes de depositar en ella un beso, y acercándome a la luz, me dispuse a leer. Era letra de ella: eran sus queridas cartas. Y mi corazón agradecía a la muerta el delicado refinamiento de haberlas guardado allí, como testimonio de su pasión, como codicilo en que me legaba su ternura.

Desaté, desdoblé, empecé a deletrear... Al pronto creía recordar las candentes frases, las apasionadas protestas y hasta las alusiones a detalles íntimos, de esos que sólo pueden conocer dos personas en el mundo. Sin embargo, a la segunda carilla un indefinible malestar, un terror vago, cruzaron por mi imaginación como cruza la bala por el aire antes de herir. Rechacé la idea; la maldije; pero volvió, volvió..., y volvió apoyada en los párrafos de la carilla tercera, donde ya hormigueaban rasgos y pormenores imposibles de referir a mi persona y a la historia de mi amor.

A la cuarta carilla, ni sombra de duda pudo quedarme: la carta se había escrito a otro, y recordaba otros días, otras horas, otros sucesos, para mí desconocidos...

Repasé el resto del paquete; recorrí las cartas una por una, pues todavía la esperanza terca me convidaba a asirme de un clavo ardiendo... Quizá las demás cartas eran las mías, y sólo aquélla se había deslizado en el grupo, como aislado memento de una historia vieja y relegada al olvido... Pero al examinar los papeles, al descifrar, frotándome los ojos, un párrafo aquí y otro acullá, hube de convencerme: ninguna de las epístolas que contenía el paquete había sido dirigida a mí... Las que yo recibí y restituí con religiosidad, probablemente se encontraban incorporadas a la ceniza de la chimenea; y las que, como un tesoro, ella había conservado siempre, en el oculto rincón del secrétaire, en el aposento testigo de nuestra ventura..., señalaban, tan exactamente como la brújula señala al Norte, la dirección verdadera del corazón que yo juzgara orientado hacia el mío... ¡Más dolor, más infamia! De los terribles párrafos, de las páginas surcadas por renglones de una letra que yo hubiese reconocido entre todas las del mundo, saqué en limpio que «tal vez».... al «mismo tiempo».... o «muy poco antes»... Y una voz irónica gritábame al oído: ¡Ahora sí.... ahora sí que debes suicidarte, desdichado!

Lágrimas de rabia escaldaron mis pupilas; me coloqué, según había resuelto, frente al retrato; empuñé la pistola, alcé el cañón... y, apuntando fríamente, sin prisa, sin que me temblase el pulso.... con los dos tiros.... reventé los dos verdes y lumínicos ojos que me fascinaban.
La sima, Pío Baroja (España).
El paraje era severo, de adusta severidad. En el término del horizonte, bajo el cielo inflamado por nubes rojas, fundidas por los últimos rayos del sol, se extendía la cadena de montañas de la sierra, como una muralla azuladoplomiza, coronada en la cumbre por ingentes pedruscos y veteada más abajo por blancas estrías de nieve.
El pastor y su nieto apacentaban su rebaño de cabras en el monte, en la cima del alto de las Pedrizas, donde se yergue como gigante centinela de granito el pico de la Corneja.
El pastor llevaba anguarina de paño amarillento sobre los hombros, zahones de cuero en las rodillas, una montera de piel de cabra en la cabeza, y en la mano negruzca, como la garra de un águila, sostenía un cayado blanco de espino silvestre. Era hombre tosco y primitivo; sus mejillas, rugosas como la corteza de una vieja encina, estaban en parte cubiertas por la barba naciente no afeitada en varios días, blanquecina y sucia.
El zagal, rubicundo y pecoso, correteaba seguido del mastín; hacía zumbar la honda trazando círculos vertiginosos por encima de su cabeza y contestaba alegre a las voces lejanas de los pastores y de los vaqueros, con un grito estridente, como un relincho, terminando en una nota clara, larga, argentina, carcajada burlona, repetida varias veces por el eco de las montañas.
El pastor y su nieto veían desde la cumbre del monte laderas y colinas sin árboles, prados yermos, con manchas negras, redondas, de los matorrales de retama y macizos violetas y morados de los tomillos y de los cantuesos en flor…
En la hondonada del monte, junto al lecho de una torrentera llena de hojas secas, crecían arbolillos de follaje verde negruzco y matas de brezo, de carrascas y de roble bajo.
Comenzaba a anochecer, corría ligera brisa; el sol iba ocultándose tras de las crestas de la montaña; sierpes y dragones rojizos nadaban por los mares de azul nacarado del cielo, y, al retirarse el sol, las nubes blanqueaban y perdían sus colores, y las sierpes y los dragones se convertían en inmensos cocodrilos y gigantescos cetáceos. Los montes se arrugaban ante la vista, y los valles y las hondonadas parecían ensancharse y agrandarse a la luz del crepúsculo.
Se oía a lo lejos el ruido de los cencerros de las vacas, que pasaban por la cañada, y el ladrido de los perros, el ulular del aire; y todos esos rumores, unidos a los murmullos indefinibles del campo, resonaban en la inmensa desolación del paraje como voces misteriosas nacidas de la soledad y del silencio.
-Volvamos, muchacho -dijo el pastor-. El sol se esconde.
El zagal corrió presuroso de un lado a otro, agitó sus brazos, enarboló su cayado, golpeó el suelo, dio gritos y arrojó piedras, hasta que fue reuniendo las cabras en una rinconada del monte. El viejo las puso en orden; un macho cabrío, con un gran cencerro en el cuello, se adelantó como guía, y el rebaño comenzó a bajar hacia el llano. Al destacarse el tropel de cabras sobre la hierba, parecía oleada negruzca, surcando un mar verdoso. Resonaba igual, acompasado, el alegre campanilleo de las esquilas.
-¿Has visto, zagal, si el macho cabrío de tía Remedios va en el rebaño? -preguntó el pastor.
-Lo vide, abuelo -repuso el muchacho.
-Hay que tener ojo con ese animal, porque malos dimoños me lleven si no le tengo malquerencia a esa bestia.
-Y eso, ¿ por qué vos pasa, abuelo?
-¿ No sabes que la tía Remedios tié fama de bruja en tó el lugar?
-¿Y eso será verdad, abuelo?
-Así lo ha dicho el sacristán la otra vegada que estuve en el lugar. Añaden que aoja a las presonas y a las bestias y que da bebedizos. Diz que la veyeron por los aires entre bandas de culebros.
El pastor siguió contando lo que de la vieja decían en la aldea, y de este modo departiendo con su nieto, bajaron ambos por el monte, de la senda a la vereda, de la vereda al camino, hasta detenerse junto a la puerta de un cercado. Veíase desde aquí hacia abajo la gran hondonada del valle, a lo lejos brillaba la cinta de plata del río, junto a ella adivinábase la aldea envuelta en neblinas; y a poca distancia, sobre la falda de una montaña, se destacaban las ruinas del antiguo castillo de los señores del pueblo.
-Abre el zarzo, muchacho -gritó el pastor al zagal.
Éste retiró los palos de la talanquera, y las cabras comenzaron a pasar por la puerta del cercado, estrujándose unas con otras. Asustose en esto uno de los animales, y, apartándose del camino, echó a correr monte abajo velozmente.
-Corre, corre tras él, muchacho -gritó el viejo, y luego azuzó al mastín, para que persiguiera al animal huido.
-Anda, Lobo. Ves a buscallo.
El mastín lanzó un ladrido sordo, y partió como una flecha.
-¡Anda! ¡Alcánzale! -siguió gritando el pastor-. Anda ahí.
El macho cabrío saltaba de piedra en piedra como una pelota de goma; a veces se volvía a mirar para atrás, alto, erguido, con sus lanas negras y su gran perilla diabólica. Se escondía entre los matorrales de zarza y de retama, iba haciendo cabriolas y dando saltos.
El perro iba tras él, ganaba terreno con dificultad; el zagal seguía a los dos, comprendiendo que la persecución había de concluir pronto, pues la parte abrupta del monte terminaba a poca distancia en un descampado en cuesta. Al llegar allí, vio el zagal al macho cabrío, que corría desesperadamente perseguido por el perro; luego le vio acercarse sobre un montón de rocas y desaparecer entre ellas. Había cerca de las rocas una cueva que, según algunos, era muy profunda, y, sospechando que el animal se habría caído allí, el muchacho se asomó a mirar por la boca de la caverna. Sobre un rellano, de la pared de ésta, cubierto de matas, estaba el macho cabrío.
El zagal intentó agarrarle por un cuerno, tendiéndose de bruces al borde de la cavidad; pero viendo lo imposible del intento, volvió al lugar donde se hallaba el pastor y le contó lo sucedido.
-¡Maldita bestia! -murmuró el viejo-. Ahora volveremos, zagal. Habemos primero de meter el rebaño en el redil.
Encerraron entre los dos las cabras, y, después de hecho esto, el pastor y su nieto bajaron hacia el descampado y se acercaron al borde de la sima. El chivo seguía en pie sobre las matas. El perro le ladraba desde fuera sordamente.
-Dadme vos la mano, abuelo. Yo me abajaré -dijo el zagal.
-Cuidiao, muchacho. Tengo gran miedo de que te vayas a caer.
-Descuidad vos, abuelo.
El zagal apartó las malezas de la boca de la cueva, se sentó a la orilla, dio a pulso una vuelta, hasta sostenerse con las manos en el borde mismo de la oquedad, y resbaló con los pies por la pared de la misma, hasta afianzarlos en uno de los tajos salientes de su entrada. Empujó el cuerno de la bestia con una mano, y tiró de él. El animal, al verse agarrado, dio tan tremenda sacudida hacia atrás, que perdió sus pies; cayó, en su caída arrastró al muchacho hacia el fondo del abismo. No se oyó ni un grito, ni una queja, ni el rumor más leve.
El viejo se asomó a la boca de la caverna.
-¡Zagal, zagal! -gritó, con desesperación.
Nada, no se oía nada.
-¡Zagal! ¡Zagal!
Parecía oírse mezclado con el murmullo del viento un balido doloroso que subía desde el fondo de la caverna.
Loco, trastornado, durante algunos instantes el pastor vacilaba en tomar una resolución; luego se le ocurrió pedir socorro a los demás cabreros, y echó a correr hacia el castillo.
Éste parecía hallarse a un paso; pero estaba a media hora de camino, aun marchando a campo traviesa; era un castillo ojival derruido, se levantaba sobre el descampado de un monte; la penumbra ocultaba su devastación y su ruina, y en el ambiente del crepúsculo parecía erguirse y tomar proporciones fantásticas.
El viejo caminaba jadeante. Iba avanzando la noche; el cielo se llenaba de estrellas; un lucero brillaba con su luz de plata por encima de un monte, dulce y soñadora pupila que contempla el valle.
El viejo, al llegar junto al castillo, subió a él por una estrecha calzada; atravesó la derruida escarpa, y por la gótica puerta entró en un patio lleno de escombros, formado por cuatro paredones agrietados, únicos restos de la antigua mansión señorial.
En el hueco de la escalera de la torre, dentro de un cobertizo hecho con estacas y paja, se veían a la luz de un candil humeante, diez o doce hombres, rústicos pastores y cabreros agrupados en derredor de unos cuantos tizones encendidos.
El viejo, balbuceando, les contó lo que había pasado. Levantáronse los hombres, cogió uno de ellos una soga del suelo y salieron del castillo. Dirigidos por el viejo, fueron camino del descampado, en donde se hallaba la cueva.
La coincidencia de ser el macho cabrío de la vieja hechicera el que había arrastrado al zagal al fondo de la cueva, tomaba en la imaginación de los cabreros grandes y extrañas proporciones.
-¿Y si esa bestia fuera el dimoño? -dijo uno.
-Bien podría ser -repuso otro.
Todos se miraron, espantados.
Se había levantado la luna; densas nubes negras, como rebaños de seres monstruosos, corrían por el cielo; oíase alborotado rumor de esquilas; brillaban en la lejanía las hogueras de los pastores.
Llegaron al descampado, y fueron acercándose a la sima con el corazón palpitante. Encendió uno de ellos un brazado de ramas secas y lo asomó a la boca de la caverna. El fuego iluminó las paredes erizadas de tajos y de pedruscos; una nube de murciélagos despavoridos se levantó y comenzó a revolotear en el aire.
-¿Quién abaja? -preguntó el pastor, con voz apagada.
Todos vacilaron, hasta que uno de los mozos indicó que bajaría él, ya que nadie se prestaba. Se ató la soga por la cintura, le dieron una antorcha encendida de ramas de abeto, que cogió en una mano, se acercó a la sima y desapareció en ella. Los de arriba fueron bajándole poco a poco; la caverna debía ser muy honda, porque se largaba cuerda, sin que el mozo diera señal de haber llegado.
De repente, la cuerda se agitó bruscamente, oyéronse gritos en el fondo del agujero, comenzaron los de arriba a tirar de la soga, y subieron al mozo más muerto que vivo. La antorcha en su mano estaba apagada.
-¿Qué viste? ¿Qué viste? -le preguntaron todos.
-Vide al diablo, todo bermeyo, todo bermeyo.
El terror de éste se comunicó a los demás cabreros.
-No abaja nadie -murmuró, desolado, el pastor-. ¿Vais a dejar morir al pobre zagal?
-Ved, abuelo, que ésta es una cueva del dimoño -dijo uno-. Abajad vos, si queréis.
El viejo se ató, decidido, la cuerda a la cintura y se acercó al borde del negro agujero.
Oyose en aquel momento un murmullo vago y lejano, como la voz de un ser sobrenatural. Las piernas del viejo vacilaron.
-No me atrevo… Yo tampoco me atrevo -dijo, y comenzó a sollozar amargamente.
Los cabreros, silenciosos, miraban sombríos al viejo. Al paso de los rebaños hacia la aldea, los pastores que los guardaban acercábanse al grupo formado alrededor de la sima, rezaban en silencio, se persignaban varias veces y seguían su camino hacia el pueblo.
Se habían reunido junto a los pastores mujeres y hombres, que cuchicheaban comentando el suceso. Llenos todos de curiosidad, miraban la boca negra de la caverna, y, absortos, oían el murmullo que escapaba de ella, vago, lejano y misterioso.
Iba entrando la noche. La gente permanecía allí, presa aún de la mayor curiosidad.
Oyose de pronto el sonido de una campanilla, y la gente se dirigió hacia un lugar alto para ver lo que era. Vieron al cura del pueblo que ascendía por el monte acompañado del sacristán, a la luz de un farol que llevaba este último. Un cabrero les había encontrado en el camino, y les contó lo que pasaba. Al ver el viático, los hombres y las mujeres encendieron antorchas y se arrodillaron todos. A la luz sangrienta de las teas se vio al sacerdote acercarse hacia el abismo. El viejo pastor lloraba con un hipo convulsivo. Con la cabeza inclinada hacia el pecho, el cura empezó a rezar el oficio de difuntos; contestábanle, murmurando a coro, hombres y mujeres, una triste salmodia; chisporroteaban y crepitaban las teas humeantes, y a veces, en un momento de silencio, se oía el quejido misterioso que escapaba de la cueva, vago y lejano.
Concluidas las oraciones, el cura se retiró, y tras él las mujeres y los hombres, que iban sosteniendo al viejo para alejarle de aquel lugar maldito.
Y en tres días y tres noches se oyeron lamentos y quejidos, vagos, lejanos y misteriosos, que salían del fondo de la sima.



El almohadón de pluma, 1917, Horacio Quiroga (Uruguay)
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
 Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio… poco hay que hacer…
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho  -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.



Lo innombrable, 1923, H.P. Lovecraft (Estados Unidos)
Estábamos sentados en una ruinosa tumba del siglo XVI, a avanzada hora de la tarde de un día de otoño, en el viejo cementerio de Arkham, y divagábamos sobre lo innombrable. Mirando hacia el sauce gigantesco del cementerio, cuyo tronco casi había hundido la antigua y casi ilegible losa, y había hecho un comentario fantástico sobre el alimento espectral e incalificable que sus colosales raíces succionaban sin duda de aquella tierra vetusta y macabra; mi amigo me amonestó por decir esas tonterías, y añadió que puesto que no se habían efectuado enterramientos desde hacía más de un siglo, probablemente el árbol no recibía otro alimento que el ordinario. Añadió además que mi constante alusión a lo «innombrable» y lo «incalificable» eran un recurso pueril, muy en consonancia con mi escasa categoría como escritor. Yo era muy aficionado a terminar mis relatos con suspiros o ruidos que paralizaban las facultades de mis héroes y les dejaban sin valor, sin palabras y sin recuerdos para decir qué habían experimentado. Conocemos las cosas, decía él, sólo a través de nuestros cinco sentidos o nuestras intuiciones religiosas; por tanto, es completamente imposible hacer referencia a ningún objeto o visión que no pueda describirse claramente mediante las sólidas definiciones empíricas o las correctas doctrinas teológicas, preferentemente congregacionalistas, con las modificaciones que la tradición o sir Arthur Conan Doyle puedan aportar.
Con este amigo, Joel Manton, discutía a menudo lánguidamente. Era director de la East High School, nacido y criado en Boston, y participaba de esa sordera autocomplaciente de Nueva Inglaterra para las delicadas insinuaciones de la vida. Su opinión era que sólo nuestras experiencias normales y objetivas poseen importancia estética, y que lo que incumbe al artista es no tanto suscitar una fuerte emoción mediante la acción, el éxtasis y el asombro, como mantener un plácido interés y apreciación con detalladas y precisas transcripciones de lo cotidiano. En particular, era contrario a mi preocupación por lo místico y lo inexplicable; porque aunque creía en lo sobrenatural mucho más que yo, no admitía que fuera tema suficientemente común para abordarlo en literatura. Para un intelecto claro, práctico y lógico, era increíble que una mente pudiese encontrar su mayor placer en la evasión respecto de la rutina diaria, y en las combinaciones originales y dramáticas de imágenes normalmente reservadas por el hábito y el cansancio a las trilladas formas de la existencia real. Según él, todas las cosas y sentimientos tenían dimensiones, propiedades, causas y efectos fijos; y aunque sabía vagamente que el entendimiento tiene a veces visiones y sensaciones de naturaleza bastante menos geométrica, clasificable y manejable, se creía justificado para trazar una línea arbitraria, y desestimar todo aquello que no puede ser experimentado y comprendido por el ciudadano ordinario. Además, estaba casi seguro de que no puede existir nada que sea «innombrable». No era razonable, según él.
Aunque me daba cuenta de que era inútil aducir argumentos imaginativos y metafísicos frente a la autosatisfacción de un ortodoxo de la vida diurna, había algo en el escenario de este coloquio vespertino que me incitaba a discutir más que de costumbre. Las gastadas losas de pizarra, los árboles patriarcales, los centenarios tejados holandeses de la vieja ciudad embrujada que se extendía alrededor; todo contribuía a enardecerme el espíritu en defensa de mi obra; y no tardé en llevar mis ataques al terreno mismo de mi enemigo. En efecto, no me fue difícil iniciar el contraataque, ya que sabía que Joel Manton seguía medio aferrado a muchas de las supersticiones que las gentes cultivadas habían abandonado ya; creencias en apariciones de personas a punto de morir en lugares distantes, o impresiones dejadas por antiguos rostros en las ventanas, a las que se habían asomado en vida. Dar crédito a estas consejas de vieja campesina, insistía yo, presuponía una fe en la existencia de sustancias espectrales en la tierra, separadas de sus duplicados materiales y consiguientes a ellos. Implicaba, además, una capacidad para creer en fenómenos que estaban más allá de todas las nociones normales; pues si un muerto puede transmitir su imagen visible o tangible a la distancia de medio mundo o desplazarse a lo largo de siglos, ¿por qué iba a ser absurdo suponer que las casas deshabitadas están llenas de extrañas entidades sensibles, o que los viejos cementerios rebosan de terribles e incorpóreas generaciones de inteligencias? Y dado que el espíritu, para efectuar las manifestaciones que se le atribuyen, no puede sufrir limitación alguna de las leyes de la materia, ¿por qué es una extravagancia imaginar que los seres muertos perviven psíquicamente -en formas —o ausencias de formas— que para el observador humano resultan absoluta y espantosamente «innombrables»? El «sentido común», al reflexionar sobre estos temas, le aseguré a mi amigo con calor, no es sino una estúpida falta de imaginación y de flexibilidad mental.
Había empezado a oscurecer, pero a ninguno de los dos nos apetecía dejar la conversación. Manton no parecía impresionado por mis argumentos, y estaba deseoso de refutarlos con esa confianza en sus propias opiniones que tanto éxito le daba como profesor, mientras que yo me sentía demasiado seguro en mi terreno para temer una derrota. Cayó la noche, y las luces brillaron débilmente en algunas de las ventanas distantes; pero no nos movimos. Nuestro asiento —un sepulcro— era bastante cómodo, y yo sabía que a mi prosaico amigo no le inquietaba la cavernosa grieta que se abría en la antigua obra de ladrillos, maltratada por las raíces, justo detrás de nosotros, ni la total negrura del lugar que proyectaba la ruinosa y deshabitada casa del siglo XVII que se interponía entre nosotros y la calle iluminada. Allí, sentados en la oscuridad, junto a la hendida tumba próxima a la casa deshabitada, conversábamos sobre lo «innombrable»; y cuando mi amigo dejó de burlarse, le hablé de la espantosa prueba que había detrás del relato mío del que más se había burlado él.
El relato se titulaba La ventana del ático y había aparecido en el número de Whispers correspondiente a enero de 1922. En muchos lugares, especialmente en el sur y en la costa del Pacífico, retiraron la revista de los kioscos a causa de las quejas de los estúpidos pusilánimes; pero en Nueva Inglaterra no causó ninguna emoción, y las gentes se encogieron de hombros ante mis extravagancias. Era impensable, dijeron, que nadie se sobresaltase con aquel ser biológicamente imposible; no era sino una conseja más, una habladuría que Cotton Mather había hecho lo bastante creíble como para incluirla en su caótica Magnalia Christi Americana, y se hallaba tan pobremente autentificada que ni siquiera se había atrevido a citar el nombre de la localidad donde había tenido lugar el horror. Y en cuanto a la ampliación que yo hacía de la breve nota del viejo místico... ¡era completamente imposible, y típica de un plumífero frívolo y fantasioso! Mather había dicho efectivamente que había nacido semejante ser; pero nadie, salvo un sensacionalista barato, podría pensar que se hubiese desarrollado, se fuese asomando a las ventanas de las gentes por las noches, y se ocultara en el ático de una casa, en cuerpo y alma, hasta que alguien lo descubrió siglos después en la ventana, aunque no pudo describir qué fue lo que le volvió grises los cabellos. Todo esto no era más que descarada mediocridad, cosa en la que no paraba de insistir mi amigo Manton. Entonces le hablé de lo que había descubierto en un viejo diario redactado entre 1706 y 1723, desenterrado de entre los papeles de la familia, a menos de una milla de donde estábamos sentados; de eso, y de la verdad irrefutable de las cicatrices que mi antepasado tenía en el pecho y la espalda, que el diario describía. Le hablé también de los temores que abrigaban otras gentes de esa región, y de lo que se murmuró durante generaciones, y de cómo se demostró que no era fingida la locura que le sobrevino al niño que entró en 1793 en una casa abandonada para examinar determinadas huellas que se decía que había.
Fue sin duda un ser horrible... no es de extrañar que los estudiosos se estremezcan al abordar la época puritana de Massachussetts. Se conoce muy poca cosa de lo que ocurrió bajo la superficie, aunque a veces supura horriblemente con un burbujeo putrescente. El terror a la brujería es un destello de luz de lo que bullía en los estrujados cerebros de los hombres; pero incluso eso es una pequeñez. No había belleza, no había libertad... como puede comprobarse en los restos arquitectónicos y domésticos, y los sermones envenenados de los rigurosos teólogos. Y dentro de esa herrumbrosa camisa de fuerza, se ocultaban farfullantes la atrocidad, la perversión y el satanismo. Esta era, verdaderamente, la apoteosis de lo innombrable.
Cotton Mather, en ese demoníaco sexto libro que nadie debe leer de noche, no se anda con rodeos al lanzar sus anatemas. Severo como un profeta judío, y lacónicamente imperturbable como nadie hasta entonces, habla de la bestia que dio a luz un ser superior a las bestias, aunque inferior al hombre, el ser del ojo manchado, y del desdichado y vociferante borracho al que ahorcaron por tener un ojo así. De todo esto se atreve a hablar, aunque no cuenta lo que ocurrió después. Quizá no llegó a saberlo; o quizá sí, y no se decidió a contarlo. Hay quien sí que se enteró, aunque no llegó a decir nada... Tampoco se dio explicación pública de por qué se hablaba con temor de la cerradura de la puerta que había al pie de la escalera de cierto ático donde vivía un viejo solitario, amargado y decrépito, el cual se había atrevido a levantar la losa de determinada sepultura anónima, sobre la cual, sin embargo, existen numerosas leyendas capaces de helarle la sangre a cualquiera.
Todo está en ese diario ancestral que encontré: las secretas alusiones e historias susurradas sobre seres con un ojo manchado que andaban asomándose a las ventanas por la noche o eran vistos por los prados desiertos, cerca de los bosques. Mi antepasado vio a un ser así en una carretera sombría que corría por un valle, el cual le dejó señales de cuernos en el pecho y de garras en la espalda; y cuando buscaron sus pisadas en el polvo, encontraron huellas mezcladas de pezuñas hendidas y zarpas vagamente antropoides. En una ocasión, un jinete del servicio de correo contó que había visto a la luz de la luna, unas horas antes del amanecer, a un viejo corriendo y llamando a una criatura espantosa que andaba a zancadas por Meadow Hill, y muchos le creyeron. Desde luego, corrió una extraña historia una noche de 1710, cuando el viejo solitario y decrépito fue enterrado en una cripta que había detrás de su propia casa, cerca de la losa de pizarra sin inscripción. Nadie abrió la puerta que daba acceso a la escalera del ático, sino que dejaron la casa como estaba, pavorosa y desierta. Cuando se oían ruidos en ella, la gente murmuraba y se estremecía, confiando en que fuese bastante sólido el cerrojo de la puerta del ático. Más tarde, esta confianza se vio frustrada cuando el horror se presentó en la casa parroquial y no dejó una sola alma viva o entera. Con el paso de los años, las leyendas adoptan un carácter espectral... pero supongo que aquel ser debió de morir, si era una criatura viva. Su recuerdo sigue siendo espantoso... tanto más espantoso cuanto que ha sido secreto.
Durante esta narración, mi amigo Manton se había ido quedando en silencio, y observé que mis palabras le habían impresionado. No se rió al callarme yo, sino que me preguntó muy serio sobre el niño que enloqueció en 1793, y que parecía ser el héroe de mi historia. Le dije que el chico había ido a aquella casa encantada y desierta, seguramente movido por la curiosidad, ya que creía que las ventanas conservan latente la imagen de quienes habían estado sentados junto a ellas. El chico fue a examinar las ventanas de aquel horrible ático a causa de las historias sobre los seres que se habían visto detrás de ellas, y regresó gritando frenéticamente.
Cuando acabé de hablar, Manton se quedó pensativo; pero poco a poco volvió a su actitud analítica. Concedió que quizá había existido realmente un monstruo espantoso; pero me recordó que ni siquiera la más morbosa aberración de la naturaleza tiene por qué ser innombrable ni científicamente indescriptible. Admiré su claridad y persistencia; pero añadí nuevas revelaciones que había recogido entre la gente de edad. Leyendas espectrales, aclaré, relacionadas con apariciones monstruosas más horribles que cuantas entidades orgánicas podían existir; apariciones de formas bestiales y -gigantescas, visibles a veces, y a veces - sólo tangibles, que flotaban en las noches sin luna y rondaban por la vieja casa; la cripta que había detrás, y el sepulcro junto a cuya losa ilegible había brotado un árbol. Tanto si tales apariciones habían matado o no personas a cornadas o sofocándolas, como se decía en algunas tradiciones no comprobadas, habían causado una tremenda impresión; y aún eran secretamente temidas por los más viejos de la región, aunque las nuevas generaciones casi las habían olvidado... Quizá desaparecieran, si se dejaba de pensar en ellas. Es más, en lo que se refería a la estética, si las emanaciones psíquicas de las criaturas humanas consistían en distorsiones grotescas, ¿qué representación coherente podría expresar o reflejar una nebulosidad gibosa e infame como aquel espectro de maligna y caótica perversión, aquella blasfemia morbosa de la naturaleza? Modelado por el cerebro de una pesadilla híbrida, ¿no constituirá semejante horror vaporoso, con toda su nauseabunda verdad, lo intensa, escalofriantemente innombrable?
Sin duda se había hecho muy tarde. Un murciélago singularmente silencioso me rozó al pasar, y creo que a Manton también, porque aunque no podía verle, noté que levantaba el brazo. Luego dijo:
—Pero, ¿sigue en pie y deshabitada esa casa de la ventana del ático?
—Si —contesté—. Yo la he visto.
—¿Y encontraste algo... en el ático o en algún otro lugar?
—Unos cuantos huesos bajo el alero. Quizá fue eso lo que vio el niño; si era muy sensible, no necesitó ver nada en el cristal de la ventana para perder la razón. Si pertenecían al mismo ser, debió de tratarse de una monstruosidad histérica y delirante. Habría sido blasfemo dejar tales huesos en el mundo; así que los metí en un saco y los llevé a la tumba que hay detrás de la casa. Había una abertura por donde los pude arrojar al interior. No pienses que fue una tontería por mi parte... Quisiera que hubieses visto el cráneo. Tenía unos cuernos de unas cuatro pulgadas; en cambio, la cara y la mandíbula eran igual que la tuya o la mía.
Al fin pude notar que Manton, ahora muy cerca de mí, experimentaba un auténtico escalofrío. Pero su curiosidad no se dejó intimidar.
-¿Y los cristales de las ventanas?
-Habían desaparecido todos. Una de las ventanas había perdido completamente el marcó; en las demás, no había rastro de cristales en las pequeñas aberturas romboidales. Eran de esa clase de ventanas de celosía que cayeron en desuso antes de 1700. Supongo que llevaban un siglo o más sin cristales... quizá los rompiera el niño, si es que llegó hasta allí; la leyenda no lo dice.
Manton se quedó pensativo otra vez.
—Me gustaría ver la casa, Carter. ¿Dónde está? Tanto si tiene cristales como si no, quisiera echarle una ojeada. Y también a la tumba donde pusiste aquellos huesos, y la otra sepultura sin inscripción... todo eso debe de ser un poco terrible.
—La has estado viendo... hasta que se ha hecho de noche.
Mi amigo se puso más nervioso de lo que yo me esperaba; porque ante este golpe de inocente teatralidad, se apartó de mí neuróticamente y dejó escapar un grito, con una especie de atragantamiento que liberó su tensión contenida. Fue un grito singular, y tanto más terrible cuanto que fue contestado. Pues aún resonaba, cuando oí un crujido en la tenebrosa negrura, y comprendí que se abría una ventana de celosía en aquella casa vieja y maldita que teníamos allí cerca. Y dado que todos los demás marcos de ventana hacía tiempo que habían desaparecido, comprendí que se trataba del marco espantoso de aquella ventana demoníaca del ático.
Luego nos llegó una ráfaga de aire fétido y glacial procedente de la misma espantosa dirección, seguida de un alarido penetrante que brotó junto a mí, de aquella tumba agrietada de hombre y monstruo. Un instante después, fui derribado del horrible banco donde estaba sentado por el impulso infernal de una entidad invisible de tamaño gigantesco, aunque de naturaleza indeterminada. Caí cuan largo era en el moho trenzado de raíces de ese horrendo cementerio, mientras de la tumba salía un rugido jadeante y un aleteo, y mi fantasía se valía de ellos para poblar la oscuridad con legiones de seres semejantes a los deformes condenados de Milton. Se formó un vórtice de viento helado y devastador, y luego hubo un tableteo de ladrillos y cascotes sueltos; pero, misericordiosamente, me desvanecí antes de comprender lo que ocurría.
Manton, aunque más bajo que yo, es más resistente; porque abrimos los ojos casi al mismo tiempo, a pesar de que sus heridas eran más graves. Nuestras camas estaban juntas, y en pocos segundos nos enteramos de que estábamos en el hospital de St. Mary. Las enfermeras se habían congregado a nuestro alrededor, en tensa curiosidad, ansiosas por ayudar a nuestra memoria, contándonos cómo habíamos llegado allí; y no tardamos en saber que un granjero nos había encontrado a mediodía en un campo solitario al otro lado de Meadow Hill, a una milla del viejo cementerio, en un lugar donde se dice que hubo en otro tiempo un matadero. Manton tenía dos serias heridas en el pecho, así como algunos cortes o arañazos menos graves en la espalda. Yo no estaba malherido; pero tenía el cuerpo cubierto de morados y contusiones de lo más desconcertantes, y hasta una huella de pezuña hendida. Era evidente que Manton sabía más que yo, pero no dijo nada a los perplejos e interesados médicos, hasta que le explicaron cual era la naturaleza de nuestras heridas. Entonces dijo que habíamos sido víctimas de un toro resabiado... aunque resultó difícil explicar e identificar al animal.
Cuando las enfermeras y los médicos nos dejaron, le susurré una pregunta sobrecogida:
—¡Dios mío, Manton, ¿qué ha pasado? Esas señales... ¿ha sido eso?
Pero yo estaba demasiado perplejo para alegrarme, cuando me contestó en voz baja algo que yo medio me esperaba:
—No... no ha sido eso ni mucho menos. Estaba en todas partes... era una gelatina... un limo.., sin embargo, tenía formas, mil formas espantosas imposibles de recordar. Tenía ojos... uno de ellos manchado. Era el abismo, el maelstrom, la abominación final. Carter, ¡era lo innombrable!