domingo, 2 de febrero de 2020

LA NARRATIVA DE LA GENERACIÓN DEL 98.

PORQUE DE NADA SIRVE SABER LA TEORÍA SI NO LA COMPROBAMOS EN SU REALIDAD. 

AHÍ VAN DOS FRAGMENTOS DE 

EL ÁRBOL DE LA CIENCIA

DE DON PÍO BAROJA

 (APAGUEN SUS MÓVILES, POR FAVOR). 



FRAGMENTO 1

         "...En aquel momento dominaban los Mochuelos. El Mochuelo principal era el alcalde, un hombre delgado, vestido de negro, muy clerical, cacique de formas suaves, que suavemente iba llevándose todo lo que podía del municipio. El cacique liberal del partido de los Ratones era don Juan, un tipo bárbaro y despótico, corpulento y forzudo, con unas manos de gigante, hombre que, cuando entraba a mandar, trataba al pueblo en conquistador. Este gran Ratón no disimulaba como el Mochuelo; se quedaba con todo lo que podía, sin tomarse el trabajo de ocultar decorosamente sus robos.
          Alcolea se había acostumbrado a los Mochuelos y a los Ratones, y los consideraba necesarios. Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repartían el botín; tenían unos para otros un “tabú especial”. Andrés podía estudiar en Alcolea todas aquellas manifestaciones del árbol de la vida, y de la vida áspera manchega: la expansión del egoísmo, de la envidia, de la crueldad, del orgullo. A veces pensaba que todo esto era necesario; pensaba también que se podía llegar, en la indiferencia intelectualista, hasta disfrutar contemplando estas expansiones, formas violentas de la vida.

         « ¿Por qué incomodarse, si todo está determinado, si es fatal, si no puede ser de otra manera? », se preguntaba. ¿No era científicamente un poco absurdo el furor que le entraba muchas veces al ver las injusticias del pueblo? Por otro lado, ¿no estaba también determinado, no era fatal el que su cerebro tuviera una irritación que le hiciera protestar contra aquel estado de cosas violenta-mente? Andrés discutía muchas veces con su patrona. Ella no podía comprender que Hurtado afirmase que era mayor delito robar a la comunidad, al ayuntamiento, al Estado, que robar a un particular. Ella decía que no; que defraudar a la comunidad no podía ser tanto como robar a una persona. En Alcolea casi todos los ricos defraudaban a la Hacienda, y no se les tenía por ladrones. Andrés trataba de convencerla de que el daño hecho con el robo a la comunidad era más grande que el producido contra el bolsillo de un particular; pero la Dorotea no se convencía.

         «¡Qué hermosa sería una revolución -decía Andrés a su patrona -, no una revolución de oradores y de miserables charlatanes, sino una revolución de verdad! Mochuelos y Ratones, colgados de los faroles, ya que aquí no hay árboles; y luego lo almacenado por la moral católica, sacarlo de sus rincones y echarlo a la calle: los hombres, las mujeres el dinero, el vino todo a la calle.»
Dorotea se reía de estas ideas de su huésped, que le parecían absurdas.
Como buen epicúreo, Andrés no tenía tendencia alguna por el apostolado. Los del centro republicano le habían dicho que diera conferencias acerca de la higiene pero él estaba convencido de que todo aquello era inútil, completamente estéril. ¿Para qué? Sabía que ninguna de estas cosas había de tener eficacia, y prefería no ocuparse de ellas. Cuando le hablaban de política, Andrés decía a los jóvenes republicanos:

-No hagan ustedes un partido de protesta. ¿Para qué? Lo menos malo que puede ser es una colección de retóricos y de charlatanes; lo más malo es que sea otra de Mochuelos o de Ratones.
-Pero, ¡don Andrés! ¡Algo hay que hacer!
-¡Qué van ustedes a hacer! ¡Es imposible! Lo único que pueden ustedes hacer es irse de aquí. (...)"


FRAGMENTO 2

        "... A Andrés le indignó la indiferencia de la gente al saber la noticia. Al menos él había creído que el español, inepto para la ciencia y la civilización, era un patriota exaltado, y se encontraba que no; después del desastre de las dos pequeñas escuadras españolas en Cuba y en Filipinas, todo el mundo iba al teatro y a los toros tan tranquilo; aquellas manifestaciones y gritos habían sido espuma, humo de paja, nada. Cuando la impresión del desastre se le pasó, Andrés fue a casa de Iturrioz; hubo discusión entre ellos.
-Dejemos todo eso, ya que afortunadamente hemos perdido las colonias -dijo su tío-, y hablemos de otra cosa. ¿Qué tal te ha ido en el pueblo?
-Bastante mal.
-¿Qué te pasó? ¿Hiciste alguna barbaridad?
-No; tuve suerte. Como médico he quedado bien. Ahora, personalmente, he tenido poco éxito.
-Cuenta; veamos tu odisea en esa tierra de Don Quijote.
Andrés contó sus impresiones en Alcolea; Iturrioz le escuchó atentamente.
-¿De manera que allí no has perdido tu virulencia ni te has asimilado al medio?
-Ninguna de las dos cosas.
-Y esos manchegos, ¿Son buena gente?
- Sí, muy buena gente; pero con una moral imposible.
- Pero esa moral, ¿No será la defensa de la una tierra pobre y de pocos recursos?
-Es muy posible; pero si es así, ellos no se dan cuenta de este motivo.
-¡Ah, claro! ¿En dónde un pueblo del campo será un conjunto de gente de conciencia? ¿En Inglaterra, en Francia, en Alemania?

         En todas partes, el hombre, en su estado natural, es un canalla, idiota y egoísta. Si ahí en Alcolea es una buena persona, hay que decir que los alcoleanos son gente superior.
-No digo que no. Los pueblos como Alcolea están perdidos, porque el egoísmo y el dinero no está repartido equitativamente; no lo tienen más que unos cuantos ricos; en cambio, entre los pobres no hay sentido individual. El día que cada alcoleano se sienta a sí rnismo y diga: “No transijo” ese día el pueblo marchará hacia adelante.
-Claro; pero para ser egoísta hay que saber; pira protestar hay que discurrir. Yo creo que la civilización le debe más al egoísmo que a todas las religiones y utopías filantrópicas. El egoísmo ha hecho el sendero, el camino, la calle, el ferrocarril, el barco, todo.
-Estamos conformes; Por eso indigna ver a esa gente, que no tiene nada que ganar con la maquinaria social, que, a cambio de cogerle el hijo y llevarlo a la guerra, no les da más que miseria y hambre para la vejez, y que aun así la defienden. (...)"


FRAGMENTO 3 (¡SPOILER!/¡DESTRIPE!)

        Lulú quedó en un estado de debilidad grande; su organismo no reaccionaba con la necesaria fuerza. Durante dos días estuvo en este estado de depresión. Tenía la seguridad de que se iba a morir. “Si siento morirme - le decía a Andrés- es por ti. ¿Qué vas a hacer tú, pobrecito, sin mí? y le acariciaba la cara. Otras veces era el niño lo que la preocupaba, y decía:
-Mi pobre hijo. Tan fuerte como era. ¿Por qué se habrá muerto, Dios mío?
Andrés la miraba con los ojos secos.

        En la mañana del tercer día, Lulú murió. Andrés salió de la alcoba extenuado. Estaban en la casa doña Leonarda y Nini con su marido. Ella parecía ya una jamona; él, un chulo viejo lleno de alhajas. Andrés entró en el cuartucho donde dormía, se puso una inyección de morfina, y quedó sumido en un sueño profundo. Se despertó a medianoche, y saltó de la cama. Se acercó a cadáver de Lulú, estuvo contemplando a la muerta largo rato y la besó en la frente varias veces. Había quedado blanca, como si fuera de mármol, con un aspecto de serenidad y de indiferencia que a Andrés le sorprendió. Estaba absorto en su contemplación, cuando oyó que en el gabinete hablaban. Reconoció la voz de Iturrioz y la del médico; había otra voz, pero para él era desconocida. Hablaban los tres confidencialmente.
-Para mí -decía la voz desconocida- esos reconocimientos continuos que hacen en los partos son perjudiciales. Yo no conozco este caso pero ¿Quién sabe? Quizá esta mujer en el campo sin asistencia ninguna, se hubiera salvado. La naturaleza tiene recursos que nosotros no conocemos.
-Yo no digo que no -contestó el médico que había asistido a Lulú-; es muy posible.
-¡Es lástima! -exclamó Iturrioz-. ¡Este muchacho, ahora, marchaba tan bien!
Andrés, al oír lo que decía, sintió que se le traspasaba el alma. Rápidamente volvió a su cuarto, y se encerró en él. Por la mañana, a la hora del entierro, los que estaban en la casa comenzaron a preguntarse qué hacía Andrés.

-No me choca nada que no se levante -dijo el médico-, porque toma morfina.
-¿De veras? -preguntó Iturrioz.
-Sí.
-Vamos a despertarle entonces -dijo Iturrioz.
Entraron en el cuarto. Tendido en la cama, muy pálido, con los labios blancos, estaba Andrés.
-¡Está muerto! -exclamó Iturrioz.

         Sobre la mesilla de noche se veía una copa y un frasco de aconitina cristalizada de Duquesnel. Andrés se había envenenado. Sin duda, la rapidez de la intoxicación no le produjo convulsiones ni vómitos. La muerte había sobrevenido por parálisis inmediata del corazón.
-¡Ha muerto sin dolor! -murmuró Iturrioz-. Este muchacho no tenía fuerza para vivir. Era un epicúreo, un aristócrata, aunque él no lo creía.
-Pero había en él algo de precursor -murmuró el otro médico. (...)"


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