PRIMERA TANDA DE TEXTOS PARA 3º DE ESO Y PARA 1º DE BACHILLERATO.
TEXTO 1
Cristina me había aceptado a regañadientes en
su cuarto. Casi lloró pidiendo
que no la obligaran a compartir sus cosas con las mías (yo no tenía nada,
excepto el osito Celso). Y mamá dijo que Cristina tenía razón: ella era una
mujercita, y yo, un "gorgojo". Así que por aquellas noches ya tenía
un dormitorio propio, claro que mucho más pequeño que el que hasta entonces
había compartido con Cristina. Era una habitación, no en la llamada parte
"noble" de la casa, sino en la zona del cuarto de estudio, el de las
Tatas, el de la plancha, la cocina... En fin allí donde yo me movía libremente
y sin temor. Se trataba de un cuarto pequeño, con una ventana de cortinas
azules y amarillas, y gruesos visillos blancos, con un casi invisible zurcidito
en una esquina, que había cosido Tata María. Cuando se corrían los visillos, se
podía apreciar, en su amplitud, el patio
interior que tanta importancia tuvo para mi primera infancia, y mis
recuerdos. No era precisamente un jardín encantador, era un espacioso patio interior con el suelo cubierto de lositas
hexagonales de color gris. Al fondo del portal de la casa, había una puerta
grande que sólo se abría para dar paso a ese patio y al garaje -minigaraje-,
donde guardaban los dos o tres únicos coches de los vecinos de la casa. En una
plaquita dorada, de otros tiempos, aún se leía: "ENTRADA DE
CARRUAJES".
Cuando me asomaba a la ventana de mi cuarto, contemplaba el ir y venir de los chóferes. Entre ellos estaba Paco, mi primer amigo, porque fue la primera persona con la que entablé conversación fuera de la familia. Visto desde mi ventanita, Paco era un hombre para mí gigantesco, que calzaba botas altas, como si fuera a montar a caballo. Era mi amigo, porque él me llamaba su novia, y me lanzaba besos con la mano.
También consideraba amigo mío al farolero, aunque jamás había cruzado una palabra con él, pero en mis escapadas al salón, le veía desde el balcón, allá abajo. En los atardeceres iba encendiendo, con una larga pértiga, llamitas azuladas, temblorosas, dentro de sus fanales. Era un hombre bajito, vestido de azul marino, con gorra adornada de una cinta roja, a quien nunca vi la cara, porque en la ciudad era siempre otoño, o invierno, y a esas horas ya no se veía con claridad lo que ocurría más allá de los balcones. Eran precisamente los balcones del llamado Salón -nombrado así, con cierto deleite en boca de Tata María y la cocinera Isabel- allí a donde yo acudía, noctámbula y rodeada de una niebla cálida que sólo transparentaba cuanto yo deseaba ver, y jamás he vuelto a recuperar. Ahora la niebla sólo es niebla, conocida y húmeda, fría y casi desprovista de misterio.
Cuando me asomaba a la ventana de mi cuarto, contemplaba el ir y venir de los chóferes. Entre ellos estaba Paco, mi primer amigo, porque fue la primera persona con la que entablé conversación fuera de la familia. Visto desde mi ventanita, Paco era un hombre para mí gigantesco, que calzaba botas altas, como si fuera a montar a caballo. Era mi amigo, porque él me llamaba su novia, y me lanzaba besos con la mano.
También consideraba amigo mío al farolero, aunque jamás había cruzado una palabra con él, pero en mis escapadas al salón, le veía desde el balcón, allá abajo. En los atardeceres iba encendiendo, con una larga pértiga, llamitas azuladas, temblorosas, dentro de sus fanales. Era un hombre bajito, vestido de azul marino, con gorra adornada de una cinta roja, a quien nunca vi la cara, porque en la ciudad era siempre otoño, o invierno, y a esas horas ya no se veía con claridad lo que ocurría más allá de los balcones. Eran precisamente los balcones del llamado Salón -nombrado así, con cierto deleite en boca de Tata María y la cocinera Isabel- allí a donde yo acudía, noctámbula y rodeada de una niebla cálida que sólo transparentaba cuanto yo deseaba ver, y jamás he vuelto a recuperar. Ahora la niebla sólo es niebla, conocida y húmeda, fría y casi desprovista de misterio.
Paraíso inhabitado. Ana María Matute.
Análisis morfológico del texto y análisis morfosintáctico de
las oraciones marcadas en negrita.
TEXTO 2
Don Roque se
queda preocupado.
—A mí que no me digan; esto no es serio.
Doña Visi se siente un poco en la obligación de disculparse ante su amiga.
—¿No tiene usted frío, Montserrat? ¡Esta casa está algunos días heladora!
—No, por Dios, Visitación; aquí se está muy bien. Tienen ustedes una casa muy grata, con mucho confort, como dicen los ingleses.
—Gracias, Montserrat. Usted siempre tan amable.
Doña Visi sonrió y empezó a buscar su nombre en la lista. Doña Montserrat, alta, hombruna, huesuda, desgarbada, bigotuda, algo premiosa en el hablar y miope, se caló los impertinentes.
Efectivamente, como aseguraba doña Visi, en la última página de "El querubín misionero", aparecía su nombre y el de sus tres hijas.
"Doña Visitación Leclerc de Moisés, por bautizar dos chinitos con los nombres de Ignacio y Francisco Javier, 10 pesetas. La señorita Julita Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Ventura, 5 pesetas. La señorita Visitación Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Manuel, 5 pesetas. La señorita Esperanza Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Agustín, 5 pesetas."
—¿Eh? ¿Qué te parece?
Doña Montserrat asiente, obsequiosa.
—Pues que muy bien me parece a mí todo esto, pero que muy bien. ¡Hay que hacer tanta labor! Asusta pensar los millones de infieles que hay todavía que convertir. Los países de los infieles, deben estar llenos como hormigueros.
—¡Ya lo creo! ¡Con lo monos que son los chinitos chiquitines! Si nosotras no nos privásemos de alguna cosilla, se iban todos al limbo de cabeza. A pesar de nuestros pobres esfuerzos, el limbo tiene que estar abarrotado de chinos, ¿no cree usted?
-¡Ya, ya!
—Da grima sólo pensarlo. ¡Mire usted que es maldición la que pesa sobre los chinos! Todos paseando por allí, encerrados sin saber qué hacer...
—¡Es espantoso!
—¿Y los pequeñitos, mujer, los que no saben andar, que estarán siempre parados como gusanines en el mismo sitio?
—Verdaderamente.
—Muchas gracias tenemos que dar a Dios por haber nacido españolas. Si hubiéramos nacido en China, a lo mejor nuestros hijos se iban al limbo sin remisión. ¡Tener hijos para eso! ¡Con lo que una sufre para tenerlos y con la guerra que dan de chicos!
Doña Visi suspira con ternura.
—¡Pobres hijas, qué ajenas están al peligro que corrieron! Menos mal que nacieron en España, ¡pero mire usted que si llegan a nacer en China! Igual les pudo pasar, ¿verdad, usted?
—A mí que no me digan; esto no es serio.
Doña Visi se siente un poco en la obligación de disculparse ante su amiga.
—¿No tiene usted frío, Montserrat? ¡Esta casa está algunos días heladora!
—No, por Dios, Visitación; aquí se está muy bien. Tienen ustedes una casa muy grata, con mucho confort, como dicen los ingleses.
—Gracias, Montserrat. Usted siempre tan amable.
Doña Visi sonrió y empezó a buscar su nombre en la lista. Doña Montserrat, alta, hombruna, huesuda, desgarbada, bigotuda, algo premiosa en el hablar y miope, se caló los impertinentes.
Efectivamente, como aseguraba doña Visi, en la última página de "El querubín misionero", aparecía su nombre y el de sus tres hijas.
"Doña Visitación Leclerc de Moisés, por bautizar dos chinitos con los nombres de Ignacio y Francisco Javier, 10 pesetas. La señorita Julita Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Ventura, 5 pesetas. La señorita Visitación Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Manuel, 5 pesetas. La señorita Esperanza Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Agustín, 5 pesetas."
—¿Eh? ¿Qué te parece?
Doña Montserrat asiente, obsequiosa.
—Pues que muy bien me parece a mí todo esto, pero que muy bien. ¡Hay que hacer tanta labor! Asusta pensar los millones de infieles que hay todavía que convertir. Los países de los infieles, deben estar llenos como hormigueros.
—¡Ya lo creo! ¡Con lo monos que son los chinitos chiquitines! Si nosotras no nos privásemos de alguna cosilla, se iban todos al limbo de cabeza. A pesar de nuestros pobres esfuerzos, el limbo tiene que estar abarrotado de chinos, ¿no cree usted?
-¡Ya, ya!
—Da grima sólo pensarlo. ¡Mire usted que es maldición la que pesa sobre los chinos! Todos paseando por allí, encerrados sin saber qué hacer...
—¡Es espantoso!
—¿Y los pequeñitos, mujer, los que no saben andar, que estarán siempre parados como gusanines en el mismo sitio?
—Verdaderamente.
—Muchas gracias tenemos que dar a Dios por haber nacido españolas. Si hubiéramos nacido en China, a lo mejor nuestros hijos se iban al limbo sin remisión. ¡Tener hijos para eso! ¡Con lo que una sufre para tenerlos y con la guerra que dan de chicos!
Doña Visi suspira con ternura.
—¡Pobres hijas, qué ajenas están al peligro que corrieron! Menos mal que nacieron en España, ¡pero mire usted que si llegan a nacer en China! Igual les pudo pasar, ¿verdad, usted?
La colmena. Camilo José Cela.
Análisis morfológico del texto y análisis morfosintáctico de
las oraciones marcadas en negrita.
TEXTO 3
Se
mata sin pensar, bien probado lo tengo; a veces sin querer. Se odia, se odia intensamente, ferozmente, y se abre
la navaja, y con ella, descalzo, hasta la cama donde duerme el enemigo. Es
de noche, pero por la ventana entra el claror de la luna; se ve bien. Sobre la
cama está echado el muerto, el que va a ser el muerto. Uno lo mira, lo oye
respirar; no se mueve, está quieto como si nada fuera a pasar. Como la alcoba
es vieja, los muebles nos asustan con su crujir que puede despertarlo, que a lo
mejor había de precipitar las puñaladas. El
enemigo levanta un poco el embozo y se da la vuelta: sigue dormido. Su
cuerpo abulta mucho; la ropa engaña. Uno se acerca cautelosamente; lo toca con
la mano con cuidado. Está dormido, bien dormido; ni se había de enterar…
Pero no se puede matar así; es de
asesinos. Y uno piensa volver sobre sus pasos, desandar lo ya andado… No: no es
posible. Todo está muy pensado; en un instante, un corto instante y después…
Pero tampoco es posible volverse
atrás. El día llegará y en el día no podríamos aguantar su mirada, esa mirada
que en nosotros se clavará aun sin creerlo.
Habrá que huir; que huir lejos del
pueblo, donde nadie nos conozca, donde podamos empezar a odiar con odios
nuevos. El odio tarda años en incubar: uno ya no es un niño y cuando el odio
crezca y nos ahogue los pulsos, nuestra vida se irá. El corazón no albergará más hiel y ya estos brazos, sin fuerza, caerán…
La familia de Pascual Duarte.
Camilo José Cela.
Análisis morfológico
del texto y morfosintáctico de las oraciones marcadas en negrita.
TEXTO 4
Muchos años después,
frente al pelotón de fusilamiento, el
coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su
padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte
casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas
que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como
huevos prehistóricos. El mundo era tan
reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había
que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados
plantaba su carpa cerca de la aldea y con un grande alboroto de pitos y
timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un
gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el
nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él
mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue
de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó
al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su
sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y tornillos
tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo
aparecían por donde más se les había buscado y se arrastraban en desbandada
turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. “Las cosas tienen vida
propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de
despertarles el ánima.” José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba
siempre más lejos que la magia, pensó que era posible servirse de aquella
invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un
hombre honrado, le previno: “Para eso no sirve.” Pero José Arcadio Buendía no
creía en aquél tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y
una partida de chivos por los dos lingotes imantados... Exploró palmo a palmo
la región, inclusive el fondo del río, arrastrando en voz alta el conjuro de
Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo XV con
todas sus partes soldadas por un cascote de óxido cuyo interior tenía la
resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras...
Cien
años de soledad. Gabriel García Márquez.
Análisis morfológico de
todo el texto y morfosintáctico de las oraciones marcadas en negrita.
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